Una mañana de mayo de 1945 mi madre me cogió de la
mano llevándome hasta un ventanal, desde el que veíamos un retazo de cielo
soleado, partido por los entrecruzados dedos de una parra. Allí, muy emocionada, me explicó que Alemania
se había rendido y la guerra estaba concluida. Esa fue la primera vez que oí
hablar de Guerras y me produjo una gran impresión, razón por la cual tengo
siempre presente aquella escena. Sin embargo, el término solo había llegado
para Europa. Faltaba otra parte.
El 6 de agosto amaneció caluroso en Honshu, la isla principal de Japón. A
primeras horas de la mañana, un avión B-29 llamado Enola Gay se aproximó a la costa oeste
japonesa. Cargaba una bomba de 4 toneladas de peso que, por su forma fina y
alargada era llamada “Little boy”.
Llegado a su objetivo, la ciudad de Hiroshima -350.000 habitantes-
situada en el delta del río Ota, lanzó
su carga. Cuando estaba a unos 600 metros por encima del centro de la ciudad,
la bomba estalló. Eran las 8,15.
La explosión del núcleo de uranio 235 liberó un
poder destructor equivalente a 15 kilotones de dinamita. La mitad de esa
energía formó la onda de choque, que se unió al efecto de los rayos caloríficos
y la radiación. La bola de fuego alcanzó un diámetro de casi 300 metros y tuvo una
temperatura de 300.000º centígrados en su interior. El característico hongo se alzó 16
kilómetros. En un radio de dos
kilómetros alrededor del epicentro la destrucción fue absoluta, y decenas de
miles de personas fueron prácticamente volatilizados. La mortal “lluvia negra” radiactiva comenzó a caer media
hora después.
La radiación nuclear inicial duró hasta finales de
año, momento en que las víctimas mortales ascendían a 140.000. Los efectos
posteriores se prolongaron durante una década.
La diferencia horaria entre Japón y Uruguay es de 12
horas. Mientras caía y caía Little Boy, en Montevideo eran las 20,15 hs. del
día 5, plena noche y seguramente muy fría. Yo estaría cenando o terminando mis
tareas escolares, ignorante del horror nuclear. Nadie en mi casa comentó lo
sucedido en Hiroshima. Nadie, nunca. Hoy, ahora que soy viejo, aquel silencio
me duele por injusto.