LUZ DE INVIERNO
Aires de una meseta, doraduras de piedra.
La hermosura del mundo;
reflejos en un cristal, penumbras agrupadas.
Rojiazul y amarillo el tiempo y sus agravios
que tiñeron de blanco mi cabeza.
Secretos, predicciones, testimonios,
preguntas…
ah, que lejano ahora.
Ventanas.
Afuera pasan nubes en pálidos racimos, brisas, milanos negros,
los años,
los años, que en el viento veloz se deshilachan. Medialuz silenciosa
de invierno, día a día infiltrándose lenta,
goteando
en ese
territorio impregnable que llamamos el alma.
Día a día, bajo lívidos cielos
-atmósferas opacas con grumos de cellisca-
el pueblo
-mancha apenas; rojizo, diminuto
borrón en el verdor de la campiña-
calla, paciendo olvidos.
Espectrales los campos en febrero.
Eso que llamo cielo,
opaco terciopelo –pálido gris, tan solo memoria de un azul
acuoso,
bóveda en veladuras, en cenizas, un cielo que no es cielo ni es nada-
lentamente se anima, se dilata hecho espacio
donde el sol se desangra.
En el hambriento tajo del vacío horizonte, precarios claroscuros
desmayan
esfumándose en brumas.
Al borde del camino, los pastos modelados
en hielo;
al rozarlos estallan en cristales minúsculos,
empapando mis manos.
Todo parece muerto, negligido,
gabela de fatigas.
Ah pero el verde tierno, pero el trigo que nace…
la hierba que incorpora bajo nieves
los delicados tallos… pero la savia nueva, semilla desvelada…
pero las amapolas de mayo, su encarnado
recuerdo… pero… pero…
Señales:
algo crece y aguarda, pese a todo.
Caminos que ajetreo; vago surcando escarchas;
la huella de mis pasos en el fango:
indicios.
La charca es un azogue glacial donde cigüeñas atestiguan
sus vuelos.
(Ya no emigran a sures más templados;
permanecen, resisten ancladas en sus nidos
como el alma resiste, savia lenta.)
La charca es un azogue donde mi alma se mira:
edades y vaciadas nostalgias y apetitos y fastidio en las venas.
Granos, grumos el tiempo de la cigüeña, el trigo, la semilla, la savia.
Terrones:
la suave despaciosa tierra negra, helada, rezumante;
los aprieto; mis dedos
desmenuzan su mórbida textura.
Palpo el surco, la piedra, los solitarios troncos desnudados:
su cálida aspereza me recuerda
la lengua de mi perra. Manipulo, acaricio, señalo: dejo marcas,
testigos, testimonios de mi estar en el mundo.
Ventanas.
Blanca, la luz de ahora, perlada por la bruma;
ya no se dora el aire con destellos de polvo encabritado.
Silencio de aguas hondas;
mansedumbre de brisas que juegan, en los juncos de la orilla,
con olvidos menudos y fútiles porfías.
Soledumbre.
Vibraciones sutiles: todo es, todo pulsa su latido de siglos,
decreciendo hacia cero.
Ya soy viejo, me digo. Pasó el tiempo de esperas
y preguntas.
Pero sé que me engaño. Porque sé que morir será preciso
si dejo de aguardar lo que no llega.
Todavía curioso, aunque ya sin premura, sin bullicio ni ruido.
Los deseos subsisten pero callan, prudentes.
Conmigo
llevo siempre lo mío. Y ya todo
se completa, gravamen de los años.
¿Qué arcano
aún desconocido aspiraría a cumplirse en esta luz de invierno
que con dedos artrósicos sondeo?
Tal vez solo el postrero.
Rojo, azul, amarillo... la cosa y su reflejo, en mi pupila existen
ya unidos.
Afuera pasan nubes.
Todo parece muerto, marchita tierra yerma.
¡Pero las amapolas…!
Palpitando en la hondura del surco, las semillas acechan con paciencia
su hora.
Eclosiona el ocaso en fuegos de artificio:
detonan bermellones y carmines, púrpura enajenado;
se desbocan añiles… Ah la hermosura actúa todavía:
se desanuda el alma y renace vibrando.
“¡Ah, detente minuto, eres tan bello!”
Detente,
sí, detente alegría, detente plenitud, belleza, vida…
mas no se puede demorar el agua; corre buscando cauces
sobre piedras oscuras.
Memorias.
Recuerdos de una noche de San Juan con rumores y luces a lo lejos,
nada más que imprecisa silueta la montaña;
canciones y fogatas en la playa; sobre el lago rielaba
la luna.
Abierta noche perfumada, inmensa…
Aunque no hubiese otro, ese momento
valdría eternidades de consuelo.
Reflejos
que mis pupilas guardan, azules como un sueño.
Silencio, soledades. Pronto vendrá la noche.
¿Qué importa?
¡La luz está conmigo todavía!
Solo se alza mi canto… ¡pero canta!
Nada más necesito.
Por mí pasan edades. Todo y uno. A mí mismo
la mano
tiendo.
Negrilla de Palencia, octubre 2010 – abril 2011
Negrilla de Palencia, Agosto 2013
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