El cielo otoñal, pálido tras las distantes montañas, se ensombrece hacia el este. Como picas penetran los nubarrones azulgrises por encima del picacho que domina la aldea. Los he visto tantas veces... Despierto y están allí, densos, amenazantes, alargando sus dedos de tormenta.
Mugen las vacas y los hombres las espolean. El Caballero se impacienta, al ver bloqueado su camino por ellas, pero nosotros estamos tranquilos. ¿Para qué apresurarse? Llegar, partir... siempre lo mismo, de un lado para otro como si verdaderamente hubiese algo importante que hacer. Tal vez lo haya para él, que tiene la bolsa llena, pero no para nosotros, simples hombres de escolta. Nosotros no tenemos prisa, nos da igual aquí que allá, un día que otro. La vida del pobre nunca cambia, del amanecer a la noche, invierno tras verano, de la cuna a la fosa. Así que no nos impacientamos.
Las vacas se amontonan en la senda. Una de ellas, blanca y negra, vuelve la cabeza y mira, con sus ojos ingenuos y dulces, algo situado a mis espaldas. Mira intensamente, como si toda su existencia consistiera sólo en mirar; como si hubiese sido creada sólo para eso. ¿Qué ve? Lo ignoro. Para saberlo tendría que darme vuelta, pero nunca me he decidido a moverme.
¿Qué habrá detrás de mí? Con frecuencia oigo rumor de pasos lentos, pero no sobre la tierra del camino, sino como deslizándose por pulidos suelos. Y voces, muchas, distintas, hablando extrañas lenguas, aunque apenas en murmullos. Es entonces cuando despierto y contemplo los campos, el río, el firmamento abierto y claro por encima de los montes verdiazules, entre las ramas desnudas de los árboles. Nos dicen que ese cielo es para nosotros, pero no es cierto; está desierto, vacío. Nunca hubo y nunca habrá nada en él, excepto las agujas lóbregas de las nubes, y un pájaro oscuro que se niega a volar.
El Caballero aguarda, embozado en su capa. Siguiéndolo, mis compañeros y yo descendemos por el estrecho sendero. ¿Por qué le sigo? ¿Por qué seguimos siempre a alguien, por qué esperamos siempre algo de alguien? ¡Me gustaría tanto que las cosas cambiaran! Despertar y que mi vida fuese otra, totalmente distinta, mejor. Pero no sé qué podría yo hacer para lograrlo... y entonces sigo al señor.
A veces creo adivinar en todo y en todos -el jinete, el zagal que azuza las terneras, la pintoja que vuelve la cabeza, yo mismo- una especie de... predestinación. Algo de ineludible destino que nos ha sido impuesto, obligándonos a ser eternamente lo que somos. Caminamos, cabalgamos, conducimos indolentes reses... ¿y para qué todo esto, bajo una indiferente atmósfera que se encapota interminablemente? Acaso alguien lo sabe?
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