Estoy aquí, en
lo mío. En esto diminuto,
intrascendente, que llamo "lo
mío" como si estas palabras
fuesen una definición
clara, concluyente; como si
pudiesen indicar o sugerir
algo concreto. Estoy
en lo mío porque
soy yo (esto
último me parece
casi indudable, dentro de ciertos
límites), y por
tanto no podría estar
en otra parte.
(Aunque... no es seguro
que quisiera estar
en otra parte.
Ni siquiera es
seguro que deseara
verdaderamente estar.)
Vivo encaramado a un espléndido árbol otoñal, de lustrosas hojas rojo y oro, donde sólo el viento del crepúsculo anida. Existo absorto, mirando en derredor con una curiosidad apasionada, aunque tan breve que linda peligrosamente con el descuido. Contemplo fijamente un pájaro que explora la fronda con ojos saltones, o el vertiginoso escabullirse de un insecto -un movimiento de tal intensidad que parece un fin en sí mismo-, o el rítmico mecerse de las ramas bajo el soplo fresco del aire. Vigilo, aguardo, busco. ¿Qué? No lo sé. Algo.
Absorto, observo, soy.
La estructura viviente de
una hoja -abanico de
nervaduras por las
que borbotea su
sangre verde, nítido
contorno de bordes y
pecíolos- o su
piel firme, tersa,
pueden dar origen a una atención
reflexiva, terca, intensa.
Hasta que otro estímulo eclosiona y
se impone, descartando todos
los demás. Siendo tantos, y tan variados
e interesantes esos estímulos,
la contemplación deviene
incesante, aunque su
objeto se desplace
permanentemente y cada
uno de tales
exámenes resulte incompleto
por fugaz. Pero
no me importa:
soy hombre paciente;
no tengo prisa
por recopilar todos los
datos empíricos para
arribar a conclusiones.
No
se me oculta
que esta metodología
experimental conlleva inconvenientes, a causa
de la celeridad
-que algunos colegas
consideran excesiva- con que
se suceden las
exploraciones. Admito que con
frecuencia se solapan
imágenes, resultando de ello
una mezcla completamente
aleatoria de relaciones
causales. Así, puedo desarrollar sorprendentes
deducciones e hipótesis
acerca del pájaro, originadas por el
insecto. O viceversa. (Como lo
más probable es
que nada tenga
en verdad un
sentido, esta mínima confusión carece de importancia.
Además, considero que así
se enriquecen los
resultados, dotándolos de un
toque de singularidad, extravagancia
o exotismo, que
puede despertar el
interés de la
gran masa ignara,
siempre pendiente de lo
novedoso y fascinada
por lo aparente.)
Debo aclarar
que, en caso de
no haber ave
o insecto alguno
(o cualquier otra
especie de animal,
vertebrado o invertebrado, incluyendo
los mitológicos) yo
me lo invento. Y
ya se sabe
lo arduo, complejo, que puede ser
buscar significados en cosas inventadas.
Aunque muchas veces son las más
interesantes. (Y quizás sean,
también, las únicas
que pueden significar algo.)
Mi interés
científico nunca se
centra en el
tronco. Estoy trepado
a él, de modo que carezco de la
necesaria perspectiva. No estoy
dispuesto a apearme
para estudiarlo correctamente; temo -¡torpe
y viejo de mí!-
no ser capaz de subir
de nuevo.
Además ¿qué
sucedería si, al
pisar el suelo, constatase que
también el árbol
es inventado? Uno
no puede trepar
a un tronco
inexistente. ¿O sí? (Querer es
poder, dicen algunas gentes.)
Alguna que otra
vez me he
planteado que mi
esfuerzo analítico es inconducente, ya que
nunca llego a comprender nada en profundidad. Pero no me desanimo. No
soy hombre fácil de desanimar. El
reconocimiento de la propia
ignorancia es inherente
a la voluntad
de aprender. (Que aprender
no sea factible no invalida
esta proposición. Los
intentos fútiles son
precisamente los que
exigen mayor esfuerzo. Y, finalmente:
que una cosa
sea imposible es, tal
vez, la razón más válida
para intentarla.)
Por
todo lo dicho, sigo en lo
mío. Por ahora. ¿Dónde, si no?
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