I -
La aventura
La
Náusea de J. P. Sartre es una reflexión existencial
desarrollada bajo la forma ficticia de un diario de su protagonista, Antoine
Roquentin. Al iniciar tales memorias este
se lamenta de que, aunque presume de haber vivido muchas aventuras, en realidad
nunca tuvo ninguna. Ha tenido “historias,
acontecimientos, incidentes” pero no aventuras. Y no es cuestión de
palabras –agrega- sino de que su verdadero interés era otro: que en algunos
momentos y sin necesidad de circunstancias extraordinarias, su vida pudiera “adquirir una cualidad rara y preciosa.”
Retomando luego esas
reflexiones, nuestro protagonista deriva a una conclusión ciertamente peculiar:
“He pensado lo siguiente: para que el
suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de
historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas; ve a través de ellas
todo lo que sucede, y trata de vivir su vida como si la contara. Pero hay que escoger: o vivir o contar.”
Uno de los múltiples
puntos de intersección entre quien esto escribe y aquel apasionante personaje
literario ha llegado a ser, curiosa y casualmente, ese tema de las
aventuras. Lejos de mí cualquier
intención de especular con definiciones. No tengo interés en aventuras, más allá de algún film de Indiana
Jones. No obstante, una elemental solidaridad
con Antoine Roquentin me impulsa a considerarlas, en relación con el remate que
propone a su tesis: “Me daba lo mismo que
no hubiera aventuras. Mi única curiosidad era saber si no podía haberlas.”
Es conveniente conocer
las propias posibilidades (incluso cuando están agotadas) de modo que también
yo me interrogo: ¿alguna vez tuve ocasión de convertirme en un aventurero? (A
estas alturas de mi vida la respuesta no importa nada, pero, por un capricho de
mi mente, ha devenido propósito principal y excusa de estas páginas.) Todo es muy relativo, pero lo cierto es que sí hubo, en un pasado remoto
-tan difuso que se asemeja a las neblinas del sueño- un episodio de naturaleza muy
inusual que, de ser necesario, bien podría ser considerado como auténtica
peripecia.
A comienzos del otoño
austral de 1958 -tenía yo 20 años- realicé el primero de mis viajes por tierras
sudamericanas, muy lejos de mi hábitat natural. Solo, mochila al hombro, llegué
a la Quebrada de Humahuaca: noroeste argentino, a unos 1500 kms. de Buenos
Aires. Se trata de un espectacular valle fluvial de 150 kms. de extensión, flanqueado
por cadenas montañosas, ubicado a más de 2000 metros de altitud. Sobre él convergen varias quebradas
secundarias de tamaño considerablemente menor, una de las cuales sería el
impensado escenario de mi supuesta aventura.
Impensado, porque no
figuraba en mis muy estudiados y súper planificados itinerarios, detenerme en un pueblecito que
consideraba desprovisto de interés, de cuyo nombre verdaderamente no puedo acordarme.
Mas alguien (que asume aquí sin saberlo el rol de Destino o Hado) me habló de
un campo de petroglifos ubicado precisamente en una de las referidas
mini-quebradas transversales, cerca de aquella localidad. Para un sempiterno
urbanita, curioso y ávido de nuevas experiencias, la tentación resultó
irresistible.
No recuerdo nada de mi
llegada a la población, ni mis andanzas anteriores al instante en que me
interné en el desfiladero indicado, a primera hora de una tibia mañana de
abril. Cuando mi memoria se aclara veo ya el escenario completo: un lugar estrecho,
reseco, verdadero tajo entre montañas, puro pedregal. Los circundantes
farallones de piedra, juntándose en mi horizonte, transforman en enigma lo que
habrá más allá. Sol brillando en un cielo impecable. La brisa, encajonada por
aquellos muros, cuchichea insistente peinando la rala vegetación.
A fuer de sincero debo
confesar que he olvidado totalmente si encontré o no los petroglifos. (Mi selectiva
memoria ha decidido que su lugar en esta historia está cumplido y no hay razón
para volver a ocuparse de ellos.) En cambio, sí
recuerdo con claridad que me movía y brincaba ágilmente entre pedruscos,
trotando en los ocasionales tramos de terreno despejado. Y solo pensaba en
avanzar más, más, más… dominado por una especie de alborozado frenesí andariego
que me hizo perder toda noción del tiempo.
Un par de veces la orientación
de la quebrada se desplazó unos grados, y cada nuevo horizonte era exactamente
igual al anterior: el enigma no podría revelarse. Mas eso carecía de
importancia: nunca había sido la meta. ¿Cuál fue, entonces? Lo ignoro; no puedo saber qué inverosímil azar
me condujo hasta esa precisa confluencia de tiempo y espacio, ni con qué
propósito. Pero me encontré de pronto viviendo unas circunstancias desusadas, y
estas me impulsaron a actuar espontáneamente en abierta contradicción con todo
lo que yo había sido y hecho hasta ese momento. (¿Acaso es posible que las
cosas ocurran porque sí y que sus raíces
permanezcan en la sombra? ¿Que un suceso no signifique nada más allá de sí mismo,
de su propio acaecer? Pero… divago, perdonadme; vuelvo atrás, al roquedo, al
silbido del viento, su caricia.) Finalmente
la fatiga se impuso y me detuve. Las protestas de mi estómago vacío insinuaban que
el sol había traspuesto ya su cenit: parecía
necesario emprender el regreso.
Busqué un peñasco que
pudiera utilizar como atalaya y allí trepado observé largamente en derredor, impregnando de aquel paisaje los ojos y el recuerdo.
Una intensa percepción de inmensidad extrañamente recoleta, produjo como efecto
bumerán la plena consciencia de mí mismo
subsumido en ella como elemento paralelamente singular. Era yo, de un modo
nuevo y asombroso: yo, sintiéndome vivir. (Escribo esto y sé que me expreso avaramente;
sé que no puedo definir lo que en verdad sentía; apenas si logro bordearlo con
unas pocas e imprecisas pinceladas.) Era
yo existiendo allí con
todos y cada uno de los átomos de mi ser. Era yo y estaba completamente solo, pues ese “allí” era un erial desierto,
a considerable distancia de cualquier presencia humana. (Hecho maravilloso
aunque aterrador.)
Nunca antes había
podido siquiera imaginar una soledad
física tan radical. (La soledad de la
Naturaleza, del planeta girando enloquecido en el vacío, del entero universo
disipándose.) Pero aquel particularísimo microcosmos era profundamente ajeno a
la invasión a que yo lo sometía. No me acogía pero tampoco me rechazaba: nada.
Impasible. Neutro. Sin embargo existía fuertemente al mismo tiempo que yo… y cuanto más concreto percibía yo su existir,
más se afianzaba el mío propio, que parecía dilatarse vibrando de un modo
inusualmente firme y confiado. Sentí deseos de gritar de pura exaltación, y las
peñas devolvieron multiplicada mi voz al infinito.
Horas después,
cuando en el pueblo me hablaron de muchedumbres de víboras asolando aquel
roquedal pensé que, como buen viajero bisoño, había sido muy imprudente. Pero ya
no importaba.
Han transcurrido
seis décadas y muchas otras experiencias, pero la huella de aquella continúa
imborrable. Fue un verdadero viaje iniciático, el instante profundamente
germinal en que un apocado muchachito comenzó a transformarse en individuo adulto.
De alguna manera, el hombre que he sido después nació aquella mañana otoñal en
Humahuaca.
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