Una vez más
invito a mi lector –hipotético, mas por lo mismo paciente- a navegar por el
espacio y el tiempo para un nuevo encuentro con Eleanor Pargiter. A una hora
muy avanzada de la noche, durante la fiesta veraniega de su familia –a la que
asistimos ya en Apuntes sobre “los Años”
de Virginia Woolf- nuestra ya anciana amiga rememora, ensimismada, su vasto
pasado. “Mi vida, se dijo Eleanor. En
realidad no tengo vida propia. ¿La vida no debiera ser algo que uno pudiera
producir y dominar? Una vida de más de
setenta años. Pero yo sólo tengo el momento presente. Y ahora, allí estaba,
viva, escuchando un fox-trot.”
Más de setenta
son muchos años, sí. Complicado evocarlos todos. La memoria bucea, escarba
atrapando añicos de conversaciones o lecturas, pedacitos de figuraciones,
atisbos de escenarios ya remotos… Algunos de esos vislumbres, deformados, se
extravían y naufragan; pero otros aparecen, crepitan y estallan, colorida pirotecnia que cuaja en una cálida
remembranza apenas velada por el peso de la edad.
Solo tenemos el
momento presente, es cierto. Tiempo. Pulidas burbujas de instantes,
ofreciéndose. Ascienden, giran, revuelan: danza alocada que ya tiene
establecido su final. Nuestro aliento configura su diáfana redondez. ¿Basta eso
para poder afirmar que, como deseaba Eleanor, las dominamos? No un dominio
permanente, en cualquier caso. Con harta frecuencia nos comportamos
irresponsablemente frente a nuestro caudal de días; nos parece casi eterno,
incalculable como las arenas de un desierto. Entonces arrojamos a lo alto
puñados de granitos brillantes y decimos al viento que pasa y no vuelve:
“¡Llévatelos! Esto no es lo que yo quería.” Y el aire sopla y vuela, sopla y
lleva mientras el sablón se arremolina, resbala en desbandada, perdido, y la
duna se puebla de oquedades oscuras.
Pero nos hemos
apartado de Eleanor, quien, mientras escucha el fox-trot, se entrega a sus
recuerdos, plenamente consciente del largo camino que su existencia ha
recorrido. “Quizás haya un ‘yo’ en el
centro de esa vida, pensó: un nudo, un centro.” También North, por su lado,
está pensando en dicho núcleo: “La
sabrosa nuez. El fruto, la fuente que todos llevamos dentro; por lo tanto ¿a
santo de qué ponernos un caparazón encima?” Aunque él mismo llega a una
respuesta: “[porque] cada uno de
nosotros teme a los demás.”
Un meollo
escondido, privado, intocable y alrededor el caparacho protector que nos
permite replegarnos; pues aquella “nuez” es enormemente vulnerable -o eso
pensamos- y tememos exponerla a miradas indiscretas. Una endeble autoimagen puede
jugarnos muy malas pasadas, llevándonos
a dar por ciertos los mil fallos y deformidades que nos presenta. Entonces,
menoscabados ante nuestros propios ojos, intentamos defendernos aplicando
subterfugios, cosméticos; enterrando
nuestra coraza bajo una gruesa capa de maquillaje, sustituimos aquello que nos parece deforme por otra
apariencia igualmente falsa, igualmente dolorosa para nosotros, pero bonita, complaciente.
Es el “Vestir al desnudo” pirandelliano:
cubrir la desnudez con una vestimenta admisible, aunque sea una impostura. Creamos
así una actitud que acaba anquilosándose y ya no podemos librarnos de ella. Y
todo por pundonor o por miedo.
Un Yo
dubitativo, enfrentado a la crítica del Otro… difíciles componentes para una
ecuación muy compleja. Es como fijar el rumbo con instrumentos rudimentarios en
medio de una mar encrespada, a merced de
todas las corrientes. Y en estas piensa North cuando expresa un anhelo que
todos hemos hecho nuestro alguna vez: tener “una
vida que siga el ejemplo del cohete, de la fuente que salta con fuerza; otra
vida, una vida diferente” para luego poder “avanzar; ser la burbuja y la corriente, yo y el mundo juntos.” Una
vida diferente: de nuevo el inoperante deseo, variante quizás del suplicio de
Tántalo. Y luego, el fin de la singularidad y la desavenencia: la unión con el
mundo: yo y el Otro conjuntados. Aunque North es inmediatamente frenado por su
deficiente autoimagen: “¿Cómo puedo
hacerlo, yo, si no sé qué es lo sólido, qué es verdad en mi vida, en la vida de
los demás?”
Ah, sí, solidez, verdad, realidad objetiva… necesitamos
certidumbres, saber discernir, estar seguros de algo. Sobre eso reflexiona
Eleanor cuando la fiesta familiar está llegando a su fin. “Forzosamente ha de haber otra vida, aquí y ahora. Esto es
excesivamente breve, excesivamente fragmentado. Nada sabemos, ni siquiera
acerca de nosotros mismos. Sólo comenzamos a comprender, pensó, ahora esto,
ahora aquello.” Sí, deberíamos –por lo menos- asimilar el mundo en cuyo
entorno creamos con esfuerzo nuestro hueco. Pero apenas vemos porciones,
esquirlas, y la totalidad no es ni siquiera imaginable. Cuántas veces
resultamos extraños ante nuestros propios ojos… ¿Cómo, pues, pretender
asomarnos a la incógnita de los otros?
Sintiendo que
está a punto de aprehender “algo que se
le escapaba por muy poco”, nuestra protagonista ahueca sus manos como
deseando “encerrar en ellas el momento
presente; retenerlo; llenarlo más y más, con el pasado, con el presente, con el
futuro, hasta dejarlo esplendente, íntegro, con profunda comprensión.”
Colmar el huidizo instante, enriquecerlo, pulirlo de modo que el ayer más
remoto y el incierto mañana –la vida vivida y la fantaseada, las rutas que
escogimos seguir y las que abandonamos- se unan en él profundamente imbricadas,
formando un todo multiforme y único. También es así como, a través del
reiterado exorcismo de estas páginas, yo y todos los yo-otro que laten
empecinados, en pugna siempre por tomar la palabra, podríamos llegar a ser uno,
plural y solo.
Sin embargo,
cuando Eleanor desea compartir sus sentimientos –unirse con los otros- no lo
consigue. “Es inútil, pensó abriendo las manos. Ha de caer. Ha de caer.” No es posible retener el instante.
“-
¿Y ahora qué?
Ofreciendo
ambas manos a Morris, Eleanor repitió:
-¿Y ahora…?”
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