Matinés de la infancia,
memoria toda en claroscuros.
En la sedante penumbra
de la sala - mi sanctasantórum- destaca apenas el alargado rectángulo blanco
donde la magia va a iniciarse. Rasgando el espacio, brota entonces de lo alto
un deslumbrante y movedizo haz luminoso, al tiempo que comienza a sonar una
jubilosa melodía. Como una bruma incandescente, el cambiante resplandor se
precipita sobre aquella fecunda blancura, que de súbito cobra vida desplegando
en dinámicas luces y sombras un hipnótico universo atemporal, poblado por entrañables espectros.
Temprana
iniciación a los símbolos: el león rugiente, la Tierra girando en medio de un
círculo de estrellas… los primeros significados compartidos. Rostros y figuras
inmediatamente reconocibles: Laurel y Hardy, John Wayne, arquetipo del “cowboy”
o la enigmática sonrisa de Garbo. El suspenso repetido semana tras semana en
las aventuras en episodios de quince minutos –tardes de jueves con mucha
emoción y chocolatinas- cuando Flash Gordon corría un peligro mortal (y
nosotros temblábamos, aunque sabíamos perfectamente que no podía morir). ¡Cuántas
cosas!
Pero hoy, el
carácter risueño de aquella musiquilla me sugiere otra cosa: pasos de baile,
claqué. Una pareja refugiada en un pabellón mientras afuera llueve
torrencialmente. La chica rubia, demostrando que se puede ser guapa incluso enfundada
en un absurdo traje de montar; el hombre, un tío enjuto de barbilla puntiaguda
y cabello escaso, que de pronto se transmuta en pura elegancia de movimientos:
Ginger Rogers y Fred Astaire.
Claro está que podemos
buscar algo más espectacular e impactante; algo como un lujoso aunque poco
verosímil hotel Art Déco, en una Venecia de cartón piedra tan disparatada como
solo Hollywood es capaz de concebir. Con los primeros compases del famoso tema
de Irving Berlin “Cheek to cheek”,
plano general de la terraza al borde de un hipotético canal que agota todos los
adjetivos. La cámara se acerca despacio a la mesa donde la rubia conversa con
una amiga, momentos antes de que haga su entrada Fred. Está a punto de ocurrir
lo que todos estamos esperando desde que vimos la belleza de Ginger realzada
por un vaporoso vestido de flecos de marabú: entra Fred, de etiqueta, y
comienza a cantar “Heaven, I’m in
heaven…” Y luego, prestancia, maestría… hasta llegar al mirador -mármoles y
balaustrada sobre fondo de entremezcladas siluetas vegetales- donde se desarrolla el gran número final.
Entonces… estilo, levedad, gracia, embeleso: un puro sortilegio.
Alquimia sin
imposibles; confiada seducción en blanco y negro promocionando un macrocosmos que funcionaba de acuerdo a
reglas sencillas y justas, como debe de ser. Todo nítidamente definido: los
buenos eran buenos y los malos, malos, sin medias tintas. Era tan simple saber cómo actuar. Y por
supuesto, no importaba nada que el villano fuese tan astuto y poderoso como el perverso Emperador Ming: el
Mal jamás podría triunfar. Es cierto que en ocasiones las cosas se complicaban
muchísimo –ah, sí: la vida no es siempre fácil- pero al final todo se
solucionaba pues, como sabemos, los Grandes Valores –Bondad, Honradez, Coraje-
prevalecen si somos valientes y confiados. El muchacho conquistará a la chica,
Cenicienta hallará su príncipe y cada patito feo se transformará en cisne.
(Pero todo embeleso
tiene su término: “Seem to vanish like a
gambler’s lucky streak”. The End y las luces volvían a encenderse, se tornaba
inevitable salir a la calle, regresar a
nuestra casa, a nuestra vida. Y no queríamos eso. No.)
Brillantes musicales de
los años 30… En plena Gran Depresión y después durante la guerra, cumplieron el
cometido de apaciguar al sufrido pueblo llano con una versión rejuvenecida de
los viejos cuentos de hadas, exhibiendo el mundo del Príncipe Azul,
naturalmente, no el de Cenicienta.
Mediante el estímulo de su irrealidad gratificante, jubilosa, ofrecieron por módico
precio el frágil ensueño de compartir una dicha en estado puro. Esperanza… otra
ilusión con luces y sombras.
The charm about you will
carry me through… Poco o nada queda, en
este siglo XXI, de aquel mágico
esplendor. Sin embargo, mientras mi tiempo dure, puedo volver a iluminar el
suyo una y otra vez a voluntad. Acciono el mando a distancia y… ¡Acción! Una
terraza al borde de un artificioso canal. Entra Fred. Heaven, I’m in heaven… Y
entonces ellos danzan, danzan, danzan para mí, ya solamente para mí. And I
seem to find the happines I seek…
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