Módulo II - Cómo
fue posible el
experimento Creel
Izquierda: cartel “Británico, tu país te
necesita”, Alfred Leete,
1914, modelo del “El Tío Sam te necesita” (I want you) de EEUU en 1917. Derecha: versión
soviética del cartel norteamericano, 1918.
El material referente a la descarada manipulación que describimos
en el módulo anterior puede producir asombro. Cuesta concebir que el grueso de
la ciudadanía diera crédito a semejantes infundios; y sobre todo, parece inverosímil que tantos millones de adultos fueran
llevados al grado de fanatismo e histeria que describen algunos textos. Para poder comprender relativamente estos hechos
hemos de tener en cuenta, entre otros factores, la conformación y
características socioculturales de aquella población así como la de sus clases dominantes. También,
determinadas ambigüedades del lenguaje: el distinto significado atribuido a las
mismas palabras (por ejemplo “libertad” o “democracia”) en diferentes lugares y
momentos.
No siendo posible plantear, en el reducido ámbito de estas
notas, un verdadero análisis sociológico de aquella situación, nos limitaremos
a brindar, a modo de fragmentarias pinceladas temáticas, algunos puntos
importantes a tener en cuenta en aras de la mencionada comprensión.
La sociedad estadounidense
en los años de la Gran Guerra
Durante esas dos primeras
décadas del siglo XX, el enorme crisol multiétnico que era la sociedad
estadounidense había continuado creciendo con sucesivos y constantes flujos de
inmigración. El cuadro siguiente da
buena idea tanto de la magnitud como de la velocidad del crecimiento demográfico
en EEUU.
POBLACIÓN EN EEUU
(Desde la colonización a fin de II Guerra
1610
- 350
habitantes
1650
- 50.000
1700
- 250.000
1750
– 1.170.000
-------------------------Guerra de Independencia
1800
- 5.200.000
1850
- 23.000.000
--------------------------Guerra de Secesión.
1900
- 76.000.000
---------------------------I y II
Guerras Mundiales.
1950
- 151.000.000
-----------------------------------------------------------------------------------------------
Entre 1870 y 1914 llegaron al
país quince millones de europeos desarraigados (más de un millón doscientos mil
sólo en ese último año, como consecuencia del inicio de la contienda). Podemos
suponer las consecuencias que ello apareja, en especial la rápida configuración
de vastos estratos sociales de escasos recursos y, en gran parte, con graves carencias culturales y educativas.
La historiadora Joyce Oldman Appleby afirma, (La Verdad sobre la Historia, Appleby, Hunt y Jacob, 1994) que las
diferencias religiosas, de costumbres, idioma e incluso aspecto físico constatables
entre los nuevos pobladores, “activaron
inesperadas resistencias” en la base autóctona blanca y anglosajona. Sin
saberlo, los primitivos colonos británicos “habían
definido como universales, valores que en realidad provenían de su educación
protestante” y que chocaron con otras creencias. “Se
tornó imposible mantener el concepto de un pueblo indiferenciado, que tan
crucial era para la conciencia que de sí mismos tenían los norteamericanos.” Desconfianza,
prejuicios sobre los que prende rápidamente el sentimiento anti alemán del
momento (o, más adelante, anti soviético, japonés, vietnamita, musulmán o afroamericano).
La enorme
población de raza negra, manumitida tras la guerra civil pero empujada
inmediatamente al apartheid, se
encuentra en una situación similar. Como especifica Carlos Arauz (ibid): “Que la primera gran película de la historia del cine, ‘El nacimiento de una nación’ (1915) de D. W.
Griffith –indudable obra maestra pero también verdadera apología del Ku
Klux Klan, - fuera explícitamente racista,
revelaba el grado de cristalización que el racismo blanco tenía en el país, y
no sólo entre la élite sureña sino también y sobre todo entre los agricultores
de los estados del Oeste medio y entre los trabajadores inmigrantes y
autóctonos del Norte.” Racismo que fuerza a esa parte de la base popular a
una diáspora incesante, que solamente mejorará su situación de forma incompleta
y circunstancial.
Se llama Gran
Migración Negra (Great Migration African
American) al éxodo de casi dos millones de afrodescendientes producido de 1910 a 1930. Escapaban de la marginación y falta de derechos
en los Estados sureños, buscando trabajo en las grandes zonas industriales del
medio, noroeste y oeste del país. El momento
de mayor empuje migrante -cerca de medio millón de personas- se produjo precisamente durante el bienio 1916-18, ante
las demandas de mano de obra ocasionadas por la guerra. Dato ilustrativo: la población negra en
Detroit, conocido centro de la industria automotriz esencial para el crecimiento de los
sindicatos y base importante del PC de EEUU, que era de 6000 personas en 1910, llega a 120.000 a comienzos de la Gran
Depresión de 1929. Tales desplazamientos originarían las primeras comunidades urbanas específicamente negras: los guetos.
Debemos ahora examinar
el problema de lenguaje al que hicimos referencia al comienzo: el significado asignado
al término “democracia” en la sociedad USA,
es muy diferente del que tiene para nosotros. En nuestro caso se trata de un sistema de
derechos y obligaciones en el que los ciudadanos han de tener oportunidad de formarse/informarse y
participar en la discusión y elaboración de programas político-sociales, a
través de su propia acción. (Aunque en la práctica esto deviene, cada vez más, letra muerta.)
En EEUU, afirma Chomsky en “Ilusiones
necesarias”, no es así: “la
democracia se concibe desde un punto de vista más estrecho: el ciudadano es un
consumidor, un observador, pero no un partícipe.” La gente tiene la posibilidad
de ratificar o no las políticas que una élite dispone para ella, votando cuando
es convocada. “Pero si se sobrepasan
estos límites no tenemos democracia, sino una crisis de democracia” es
decir un incómodo traspié que es necesario
solventar. Toda la política exterior USA estaría destinada a mundializar este
concepto limitado.
La diferencia
es radical. Queda claro que ese consumidor-observador es más súbdito que
ciudadano, individuo dócil del que se espera que no incordie demasiado. Tal
concepción de las relaciones entre sociedad e instituciones -dice Chomsky
citando a su vez a Appleby (ibid)-
proviene directamente de las doctrinas establecidas por los Padres Fundadores en
el inicio de la república. Estos tenían confianza en que “las nuevas instituciones políticas americanas continuarían funcionando
dentro de las antiguas asunciones en cuanto a una élite políticamente activa y
un electorado deferente y sumiso.” Así, George Washington, hijo de un
próspero hacendado poseedor de esclavos, esperaba que su prestigio bastaría
para convencer a los ciudadanos “con sentido común”, de la inconveniencia y
peligro de salirse de las formas establecidas.
A modo de paréntesis
histórico: las “antiguas asunciones”
L
Los actuales EEUU fueron creados por oleadas de inmigrantes británicos que fundaron sobre el Atlántico las llamadas Trece Colonias, entre los territorios franceses de Quebec y Louisiana. La primera se instaló en 1607 en Virginia.
Los actuales EEUU fueron creados por oleadas de inmigrantes británicos que fundaron sobre el Atlántico las llamadas Trece Colonias, entre los territorios franceses de Quebec y Louisiana. La primera se instaló en 1607 en Virginia.
Los colonos llevaban consigo
no sólo el idioma y una fe concreta, sino también tradiciones y hasta normas legales. Por
ejemplo, referente a derechos de los trabajadores, la ilegitimidad de cualquier organización
sindical. O el hecho de que el voto para
elegir las asambleas ciudadanas –que
debían gobernar conjuntamente con los gobernadores coloniales- estaba reservado
a terratenientes varones blancos.
Aquellos inmigrantes
prosperaron con rapidez, de suerte que la mayoría llegó a tener tierras
suficientes para obtener su derecho a votar. Pero aunque las riquezas naturales
del territorio eran enormes, continuaban siendo finitas, y por tanto también lo
era la posibilidad de enriquecerse con su apropiación. Viendo los datos –la
población se multiplicó por 5 de 1650 a 1700 y por 23 entre 1650 y 1750- es
lógico suponer que tal flujo poblacional introduciría una marcada desigualdad económico-social,
creciendo exponencialmente el número de colonos sin otra pertenencia que su
fuerza de trabajo.
No es difícil conjeturar a cuál de estos
grupos pertenecieron los “Padres Fundadores”, ni sus ideas. Aunque la lucha por
la independencia fue conducida por prohombres
liberales pertenecientes a la aristocracia del dinero, pelearon en ella
agricultores, artesanos, obreros y hasta esclavos, en nombre de la libertad y la igualdad. Esa base social
pretendía estar luego representada en las instituciones por personas de su
misma clase. No lo consiguió. Los
prohombres -banqueros, terratenientes,
grandes propietarios- conquistaron rápidamente las posiciones de gobierno y recrearon, en
las nuevas condiciones republicanas, la sociedad rígida y fuertemente clasista de sus ancestros
monárquicos, reduciendo la democracia a “interacciones
entre grupos de inversores que compiten
por el control del Estado” (Chomsky, ibid). Algo cambió, para que todo continuase como
estaba, Lampedusa dixit. Y esa dominación fue aceptada implícitamente por la
sociedad, con la notable excepción de la
Revuelta de Shays. (1)
Una muestra
elocuente del modo en que la burguesía acomodada, tras haber liderado la contienda
independentista, logró adueñarse del Estado naciente, es el despacho -citado
por Chomsky- entre Gouverneur Morris
–uno de los “Padres”- y John Jay -que
será el primer presidente del Tribunal
Supremo- en 1783. Aludiendo al
descontento popular y a su personal despreocupación ante el mismo, asegura que “El Pueblo” está preparado para que la
élite que él representa asuma el poder.
“Cansados de la Guerra, se puede contar con su Conformidad con Certeza absoluta, y usted y yo sabemos
por Experiencia, mi amigo, que cuando unos pocos Hombres de sentido y espíritu
se reúnen y declaran ser la Autoridad, los pocos que tienen una opinión
diferente pueden ser fácilmente convencidos de su Error por medio de ese
poderoso Razonamiento: la Soga.” La índole de la “democracia” establecida
por estos “Padres” queda así suficientemente aclarada.
Resumiendo: estamos
hablando de una población con enormes desigualdades socioeconómicas, que en el
transcurso del siglo XIX ha pasado de algo más de 5 a 76 millones de habitantes.
Y esto en base a una inmigración que en su mayoría es de escasos recursos, muy
variada étnica y culturalmente, que es la que suele tener dificultades de
integración. Por otra parte tenemos un núcleo autóctono de origen anglosajón,
aparentemente xenófobo y racista, adaptado a modalidades políticas autoritarias que
favorecen la pasividad (ciudadanía convertida en mero electorado) y el acatamiento a
férreas normas heredadas.
En los inicios del siglo XX
Tras la
conquista del oeste y la guerra civil, ya extendido de un océano al otro, el país emerge velozmente como fenomenal potencia
económica mundial, quizás la mayor. El período 1880-1920 es de formidable
crecimiento industrial (etapa de formación de trusts); entre 1900 y 1913 las exportaciones a Europa
aumentaron casi un 50%. No obstante, las desigualdades antes mencionadas, que
según algunos autores habían ensombrecido el último cuarto del XIX, se han
agudizado, haciendo evidentes algunos problemas de complicada solución. Gran
parte de los trabajadores industriales vive en la pobreza, de la que sufren
especialmente mujeres, niños, ancianos y personas en paro. Las ciudades, cuya veloz extensión ha producido conjuntos caóticos con vastas
aglomeraciones de gente en sórdidos barrios bajos, están mal administradas, y
la corrupción política, institucional y hasta policial, comienza a propagarse
también. Llegará a hacerse endémica, como mostrará posteriormente el cine de gangsters. Los
jefes políticos más poderosos –bosses- que
pugnan por controlar las maquinarias político-económicas manipulando elecciones
merced a enchufismos, patronazgos y sobornos, prosperarán durante la Ley Seca
promovida por las mentalidades
puritanas.
Ciertamente, la
“era progresista” de Theodore Roosevelt
(1901-09) y el propio Woodrow Wilson
(1913-20), aunque sin poner fin, ni mucho menos, a los conflictos y
contradicciones inherentes a la forma de gestación del país, aporta un clima
social favorable a la adopción institucional de medidas en defensa y protección
de los derechos civiles. Colateralmente, su mayor resultado para el tema que
nos ocupa, fue reconvertir la
Presidencia “en lo que desde Lincoln no
era: la institución rectora del país al servicio de los intereses generales de
la nación” (Carlos Arauz: “El progresismo: de Roosevelt a Wilson
1870-1914”) Se recupera así, agrega
este autor, una clave del sistema estadounidense, aunque totalmente ilusoria: “la idea de que la Presidencia, abierta a
cualquier individuo por ser elegida por el pueblo, era la encarnación de la
voluntad general.” Clave que tendrá una influencia directa en la
manipulación que estamos considerando.
Paralelamente,
desde la guerra contra España por Cuba (1898) –exculpada argumentando que
preparaban la democracia en las naciones poco desarrolladas- se está expandiendo
otro elemento singular que reclamará un papel cada vez mayor: cierto
sentimiento mesiánico de la existencia de EEUU. Su poderío tendría la “misión” de
llevar a todas partes los “beneficios de la civilización occidental” (2), supuesto
“deber” que mencionaba con frecuencia Bush hijo. En realidad, el ya conocido
papel de gendarme internacional, justificado porque “somos los campeones”: una
nueva “conciencia de sí mismos” al
decir de Joyce Oldman.
El revés de la trama:
élite
intelectual y “Relaciones
Públicas”
Contrapuesta a
la compleja base cultural-económico-social que de modo tan esquemático hemos
mostrado, existía una clase media o media-alta y, especialmente, unos sectores
de alto nivel educativo con formas de
vida, aspiraciones y conceptos completamente distintos: la “comunidad intelectual liberal” (Noam Chomsky, ibid). De este grupo saldrían varios de los hombres fundamentales de
la Comisión Creel, entre ellos Edward Bernays, cuyo libro “Propaganda” citamos en el módulo anterior.
Judío de
origen austríaco, hábil promotor y agente de prensa que logra hacer olvidar tan
“sospechosa” ascendencia, Bernays se incorpora en 1918 al Gabinete de Prensa
del CPI en el que tendrá un rol significativo. Tras la guerra, instala su
primer despacho como “consejero de Relaciones Públicas” dando así origen a este
turbio negocio. La cumbre de su fama e influencia llega precisamente por su
éxito total en “moldear nuestros gustos”,
con una campaña masiva patrocinada por la industria del tabaco para
conseguir que las mujeres fumen. En 1923 publica “Cristalizando la opinión”, primer texto teórico relativo a la presión
sobre la opinión pública a través de los medios de comunicación de masas. “Señalé –dice- la función social de las relaciones públicas en combatir el pensamiento
estereotipado que impulsa al público a oponerse a los nuevos puntos de vista, y
destaqué el deber ético del consultor en relaciones públicas.”
Para él esta
labor de moldear, disciplinar la opinión pública, no está en absoluto reñida con la moral ni
debe ser considerada como negativa si quienes la realizan cumplen con el
mencionado “deber ético”, que consiste
en hacer ese trabajo “honestamente,
guiados por el bien común.” ¿Ética? En todo caso, una quizás sincera
ingenuidad que, según algunos autores, aún era posible en aquella sociedad
anterior a la Gran Depresión.
“Se ha visto que es posible moldear la mente
de las masas de tal suerte que dirijan su poder recién conquistado en la
dirección deseada. Esta práctica resulta inevitable en la estructura actual
de la sociedad.” (El subrayado es mío) La inevitabilidad radica, según él, en que el “hombre
llano” carece de pensamientos propios y se guía únicamente por clichés
mentales, “sellos de goma tintados con eslóganes
publicitarios” y también “con las
banalidades de las gacetillas y tópicos usuales.” La mente del pueblo, nos
dice “se compone de prejuicios heredados
y símbolos, lugares comunes y latiguillos que los líderes de opinión
suministran a la gente.” Parece evidente que al hablar de “pueblo” está
pensando en aquellas clases populares de las que hablamos antes, cuya tosquedad
cultural brota como un olor de su pobreza. Del mismo modo resultan perceptibles
aquí las “resistencias” mencionadas
por Joyce Oldman Appleby, toda la densa
carga de aprensión, desprecio y rechazo.
Más duras aún,
y probablemente con mayor influencia en aquellos momentos, son las expresiones
de Walter Lippman, periodista, crítico de medios y filósofo, que también
pertenecía a la comunidad intelectual judía acomodada. Sus tesis, condensadas en “Opinión pública” (1922), son una muestra clara de las posiciones
ideológico-políticas de estos prestigiosos “líderes
de opinión” que tanto ascendiente tuvieron en la etapa de la Comisión. Lippman
llegó a ser consejero del presidente Wilson durante la Guerra y tuvo total
acceso a los ámbitos de decisión de la política USA. Sostenía
que los ideales democráticos se habían deteriorado, pues el electorado
ignoraba por completo todo lo referente a política y temas de debate público, no
siendo por tanto competente
para participar en ello.
Pensar a
través de estereotipos -afirma acuñando el término específicamente con su sentido
más negativo de esquema mental preconcebido, simplificado hasta reducirlo a un
molde- lleva al público a verdades parciales y a tomar
decisiones antes de extraer ninguna conclusión. Ve entonces a las masas como un
“gran rebaño desconcertado” que se
debate en un desorden de opiniones atolondradas sobre pequeños y fútiles
asuntos locales, sin preocuparse por el interés común, del que nada
comprenden. Esto le parece uno de los mayores
retos de la realidad moderna, que debe ser enfrentado por una verdadera clase gobernante, compuesta por
personalidades especializadas en asuntos
económicos y políticos, con intereses
más generales.
Esa clase a la
que llamaba “las élites,” podría
quizás solventar “el principal problema
de la democracia”: la imposibilidad de alcanzar el ideal de un ciudadano
competente en los asuntos públicos. El resto de la población debía conformarse
con elegir –por supuesto entre los miembros de tales élites- a los hombres más
responsables y capacitados para dirigir la nación. Todo esto requería “una revolución en la práctica de la democracia”, es decir la
manipulación directa de las opiniones que él denominó “fabricación del consentimiento” (consent, traducido también como “consenso”), algo sin lo cual
consideraba que no es posible gobernar. “El público debe ser puesto en su lugar, para que
los hombres responsables puedan vivir sin miedo de ser pisoteados por el rebaño
de bestias salvajes.”
Imposible
analizar aquí con más detenimiento estas y otras similares opiniones (3)
provenientes de esta élite o “comunidad
intelectual liberal” de la que Lippman es prototipo. Estas citas bastan por
sí solas para explicar su decidida entrega a la tarea de la Comisión. Ante una
situación tan complicada como una guerra, y siendo necesario justificarla ante un
pueblo que se desprecia, visto además
como “rebaño de bestias salvajes”, estos
hombres responsables fueron consecuentes con sus ideas, desembocando de
modo natural en la inmensa trampa de una superchería colectiva. Y aquella
ciudadanía, en muchos casos pobre e inculta, en otros ingenua, crédula y
siempre pasiva, aceptó el artificio con similar naturalidad porque estaba
educada para ser sumisa, y porque
provenía del gobierno que ellos mismos
habían elegido, en el que
confiaban plenamente.
Es posible que
el desmantelamiento total de la Comisión en 1919, hubiese significado también el final del engaño
y la vuelta a cierta normalidad de la vida nacional. Pero en 1917 había
acaecido otro trascendental acontecimiento capaz de trastocar todos
los esquemas en el “mundo
occidental y cristiano”: la revolución
rusa. De eso tratará el siguiente módulo.
NOTAS
(1)
Daniel Shays (1747-1825), capitán en la Guerra de Independencia con notable
hoja de servicios, actuó después en gobiernos locales de Massachussets.
Desilusionado por la mala calidad de vida de la población, y para evitar la
condena de unos pequeños agricultores endeudados, lideró la rebelión de 800
granjeros entre 1786 y 87. Vencido, huyó, siendo más tarde amnistiado. Sostenía que se amotinó llevado por los
mismos principios por los que había luchado en aquella Guerra. Esta revuelta es
considerada un buen ejemplo de las contradicciones y lucha de clases en la misma
base inicial de la sociedad USA.
Afirma el historiador Edward Countryman en su “La Revolución Americana” (citado por Chomsky): “La última boqueada del espíritu original de
la Revolución, con toda su fe en la comunidad y la cooperación, la dieron los
agricultores de Massachussets” y su
fracaso les enseñó que “las vías antiguas
ya no funcionaban. Se vieron obligados a arrastrarse pidiendo perdón ante unos
gobernantes que declaraban ser los servidores del pueblo.” Y agrega
Chomsky: “Así ha seguido siendo.” Nada demasiado original, como puede
apreciarse.
(2)
Dicho sentimiento aparece en USA casi desde sus comienzos. Ya en 1837 el presidente Andrew Jackson había afirmado: “La Providencia ha escogido al pueblo
norteamericano como guardián de la libertad, para que la preserve en beneficio
del genero humano.” Basándose en tal designio emanado del propio Dios (desde
1935 el “Ojo de la Providencia” vigila desde el reverso de los billetes de un
dólar) Theodore Roosevelt reafirmará en 1904 la Doctrina Monroe con el
corolario que lleva su nombre, estableciendo abiertamente el derecho a intervenir militarmente en los
países americanos. Este concepto de
“política del gran garrote” será el “derecho” que regirá en
Latinoamérica durante el período de las “repúblicas bananeras.”
Un episodio de esa época muestra
inequívocamente la política de injerencia USA: Roosevelt deseaba construir en Centroamérica
un canal que uniese los océanos y propuso al gobierno colombiano comprarle la
franja de tierra necesaria. Colombia rechazó la oferta. Entonces, curiosamente,
estalla una sublevación justo en el área más apropiada para el canal.
Roosevelt apoya de inmediato tal
revuelta –que triunfa- y con igual rapidez reconoce la independencia del nuevo
Estado resultante: Panamá. Poco después, el gobierno panameño recién instaurado
vende a EEUU la zona para el canal.
(3) En 1927 Harold Laswell publica
“Técnicas de propaganda en la Guerra Mundial” donde sostiene, en consonancia
con los anteriores, “la ignorancia y
superstición de las masas”; por lo tanto y en aras del bien común, se debe
proporcionar a las élites, “dirigentes
naturales”, todos los medios precisos
para imponer sus ideas. La confianza en las instituciones así conseguida,
proporcionará el equilibrio de la sociedad. Por su parte, Reinhold Niebuhr
(1892-1971) dirá que “el proletario” no
profesa la razón sino la fe, y requiere un elemento vital de “ilusión necesaria.” Insta a admitir “la
estupidez del hombre medio” y a proporcionarle las “simplificaciones excesivas con poder emocional” que lo mantengan en
la buena senda hacia una sociedad mejor.
Mario España Corrado – 2013 - 14
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