A
propósito de “Los años”, de Virginia Wolf
Entre
la idea y la realidad, entre los actos
y
el gesto, cae la sombra
T. S. Eliot
Londres, 1911;
atardece un día de verano. Eleanor Pargiter está de visita en casa de su
hermano Morris y, al observarlo durante la cena, se preocupa por él. Otro de
los comensales, hombre de mundo, “bien situado” –nada menos que un Sir- relata
anécdotas “con voz de trueno”.
Alardea –se dice Eleanor- “y es natural,
pues ha hecho muchas cosas.” Morris, en cambio –y aquí Wolf resume
magistralmente su personaje con tan solo dos crueles palabras: “calvo y flaco”- permanece callado. Sin
duda se compara –piensa ella- pues no ha logrado hacer carrera.
Tras estas
reflexiones, Eleanor comienza a dudar si se equivocó con su hermano al
estimular su deseo de dedicarse a la abogacía. Sea como sea –concluye- lo
hecho, hecho está. Morris formó una familia y “tuvo que seguir adelante, tanto si le gustaba como si no.” Esa
ineludibilidad de las situaciones creadas la lleva a un remate poco optimista: “Cuán irrevocables son las cosas. Hacemos
nuestros experimentos y, luego, estos hacen los suyos.”
Así pues,
experimentos. Ensayos. Tentativas no siempre realizadas de manera reflexiva.
Unas nos salen bien, otras no. De niños o adolescentes estamos colmados de
ilusiones respecto de nosotros mismos y nuestro futuro. ¡Todo va a ir
estupendamente! Nos lanzamos de lleno, con prisas. Y luego… ¿Qué ha sucedido?
¡No, esto no debía terminar así! Pero
una cosa lleva a la otra y, sin advertirlo, se va entretejiendo en torno
nuestro una espesa red de circunstancias en la que, un buen día, nos vemos
aprisionados sin saber cómo hemos ido a parar allí. Entonces no vale
protestar. Estamos en vía muerta: fin de
trayecto.
Inflexible
distancia entre las fantasías y la realidad. Parodiando a Eliot podríamos
decir: entre el proyecto y su ejecución, entre lo apetecido y lo posible, cae
la sombra. Porque el hombre tropieza con la misma piedra no solo dos sino
múltiples veces, de modo que fallos hace tiempo olvidados en los recovecos del
ayer se renuevan actualizados, propagando en nuestro presente una pluralidad de
resonancias que se abren hacia el futuro. Y volvemos a caer.
¿Culpa…
responsabilidad? Intentamos defendernos alegando aquello de “la intención es lo
que realmente cuenta.” Pero las
objeciones a esta vieja disculpa son incontables. Los más nobles propósitos
impulsaron el singular quehacer del Dr. Frankenstein, con el resultado que
todos conocemos. Lo que Mary Shelley no dijo, es que los monstruos son fuertes
y perviven tenaces; establecen animados jueguecitos entre ellos –quizás por el
mismo afán de experimentación que guiara al famoso científico- y procrean
nuevos engendros que, ya autónomos, pueblan de pesadillas nuestros sueños.
Miss Pargiter
estaba en lo cierto: toda acción tiene su corolario inapelable, que en
ocasiones resulta nefasto. Cae la sombra y el designio original se tuerce,
adulterando para mal el producto. ¿Y en qué clase de espuria causa se
transformará a su vez tal efecto deforme ab initio? ¿Qué interminable serie de
aberrantes acciones y reacciones podrán desencadenarse partiendo de un
involuntario error?
Ah, el Destino
debería contratar un eficiente Ministro de Obras Públicas, capaz de señalizar
adecuadamente cada ruta individual.
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