Castillo de
Dunsinane; murallas de piedra rezumando humedad, bajo un gélido cielo del que
cuelgan racimos de nubes plomizas. Suenan ayes lastimeros, gritos femeniles,
llantos. Entra Seyton anunciando que la reina ha muerto. Macbeth permanece un
momento en silencio; luego sacude la cabeza en un gesto de aceptación ni
resignada ni doliente, y habla lentamente, ronco de fatiga y hartazgo. “Debió morir más adelante; habría llegado el
momento para tal palabra: mañana y mañana
y mañana, avanza a ese breve paso, hasta la última sílaba del tiempo
prescrito.”
Sucinto quizá el
paso, que no el ritmo, implacable. Ayer, opacas albas invernales. Hoy estallan
hogueras de amapolas y mañana los soles de otro agosto, calcinándolo todo. Vienen,
se van, regresan el estío y la siega; y una vez y otra y otra, noviembre
tintorero impregnará de óxidos y grana la pértiga temblona de los álamos.
Observo cada día
en el espejo este rostro surcado por tantos calendarios. Y ahora mi cabeza se
tapizó de nieve. Ah, con qué inadvertida diligencia. El reflejo evidencia –de
un modo que parece claramente una burla- al hombre que he tratado durante tanto
tiempo con tan confiada intimidad que a veces, persuadido, incluso me parece
conocerlo. Aunque probablemente sea solo espejismo. O un atisbo de máscara,
vestuario, maquillaje que el actor no se quita por completo: se adhiere a su
conciencia, trasluce en sus palabras y sus actos. ¿Actor o personaje… o ambas
cosas?
Refracciones.
Solo podemos vernos reflejados en falaces azogues. Sin embargo, yo no soy solo
eso: pura efigie, pantalla, escaparate. Bien que, siendo sincero, debo admitir
que cuando digo “yo”, no siempre me refiero a la misma persona, a singular
identidad concreta, ya sea personaje o comediante. Digo “yo” por decirlo de algún modo.
Imágenes y
espejos. El terco simulacro de mí que los cristales testimonian, se muestra hoy
cubierto por el barniz durable de los años. Y tal revestimiento –en parte
conformado por “ahora” volátil, y en parte por “ayeres” falsamente presentes-
transforma este momento secreto, irrepetible, en un vasto compendio de
infinitos instantes perimidos, agridulces migajas del recuerdo.
Un pasado tan
vasto –y a la vez tan sucinto- parece a veces próximo, abordable… benévolo.
Pero zonas enteras están ya desleídas por penumbras mordientes. ¿Qué parte de
ese acopio fue buena aunque doliera? ¿Cuál otra, construida tan laboriosamente,
se disolvió en fracaso, en pérdida y en nada? Ya no importa. Sedimentos de tiempo nos limitan, nos marcan. Pedacitos,
esquirlas… un espectro, de la vida pasada o de ninguna.
“Mañana
y mañana y mañana…”
Y todo mansamente transformándose en humo. “Apágate,
apágate, breve candela! La vida es solo una sombra caminante, un mal actor que,
durante un tiempo, se agita pavoneándose en la escena, y luego no se le oye
más.” Apaguemos los focos. Silencio.
Cae el telón.
Al final, de
nosotros no quedará siquiera un raído recuerdo.
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