I -
Tensiones
Hagamos nuevamente el
esfuerzo de trasladarnos a Londres. Esta vez, en una jornada primaveral de
1914, poco antes del estallido de la Gran Guerra. Pero no hablaremos de
conflagraciones sino de los Pargiter, con los que establecimos contacto a
través de Eleanor (ver “Acciones y
reacciones”).
Su hermano, el capitán
Martin Pargiter, está dando un paseo
cuando se encuentra con una de sus primas,
Sally. Como está “cansado de estar solo en compañía de sí mismo” (más de uno es propenso
a sufrir esa comprensible fatiga) la invita a almorzar. Ahí comienzan los inconvenientes
porque, aunque Martin desea conversación, al mismo tiempo teme que la chica –que
es “especial”- se burle de él. Sin
embargo, como cada uno va a lo suyo -que es la situación más frecuente entre
las gentes- el resultado no es un
conflicto sino simple diálogo de sordos.
Otro más. Porque lo
cierto es que la mayor parte de las asociaciones humanas suele desembocar en similar
descalabro. Supongamos que uno se halla afectado por aquel cansancio de sí antes
referido. Deseando contactar con otro ser –experiencia que muchas veces se
reduce a hablar, hablar, hablar de su propia persona- sale en su busca y lo encuentra. Bien, pero eso solo no basta: en ocasiones se
requiere una clave de acceso o contraseña, y si no damos con ella el resultado puede ser
inverso al esperado: se hará más patente aún la distancia, la otredad de aquel
espécimen que nos mira desde el otro lado de la frontera del Yo. Reticencias
personales anulan el intento comunicativo; la oportunidad naufraga. Esta podría
ser la causa de los titubeos y recelos que exteriorizan frecuentemente los
personajes de esta novela, a los que a veces les sucede que, aunque no estén contra alguien, tampoco están con él.
Woolf proseguirá
redondeando esta idea a través de otro personaje, Nicholas. “Vivir más naturalmente, mejor. El alma, el
ser íntegramente considerado, desea expandirse […] mientras que ahora vivimos
tensos, convertidos en un nudo pequeño y apretado. […] Cada cual en su propio
compartimento.” Tal cosa le sucedió a Martin con Sara y se repetirá luego
con otra de sus primas, Lady Lasswade, que ofrece una recepción.
Velada de clase
alta inglesa: devaneo mundano, insubstancial pero brillante como fuegos de
artificio. “Hablaban. Lo tenían todo
dispuesto para añadir otra frase a la historia […] suministraban frases con
notable vivacidad.” Un breve intercambio de palabras entre los primos
resulta un error: él se muestra irónico y ella cree que se está burlando “como de costumbre”. (Temor a la burla
que parece característica familiar.) En determinado momento Lady Lasswade se dirige
al capitán:
“- Será mejor que hablemos.”
Pero la autora
agrega de inmediato, resumiendo brillantemente el sinsentido de la situación:
“Y,
tras decir estas palabras, Kitty se calló.”
Somos animales
parlantes. Oleadas, muchedumbres de palabras entrecruzándose sin término, tornadizas
construcciones de aire elevándose con la gracia refulgente de unas pompas de
jabón y, en ocasiones, la misma inútil belleza. Despilfarro en el que, con
insistencia digna de mejor causa, solemos escamotear lo esencial, lo que
realmente hubiese sido imperioso decir. Pero volvamos al salón de Kitty
Lasswade.
La dama ha
percibido, una vez más y con razón, la crítica implícita en la actitud de su
pariente. Y Woolf comenta: “Martin ignora
la razón por la que siempre desea herir a Kitty; pero lo desea, no cabe duda.”
Pese a que le cae simpática y le gusta verla,
absurdos resquemores, indeseadas acciones compulsivas distorsionen y
rompen el posible entendimiento. Quizás sería posible aún remediarlo con un
poco de buena voluntad, pero la escena prosigue por otros derroteros. Una vez
más, Lady Lasswade propone: “Siéntate,
Martin, y hablemos.” Y el capitán se sienta “aunque tenía la impresión de que Kitty deseaba que se marchara.”
Cierto, pues ella ansía que la recepción acabe cuanto antes, para poder irse al
campo.
El comportamiento interpersonal en el cerrado, impermeable universo de “Los años” –no muy distinto del
nuestro- se rige por una enmarañada red
de condicionantes que enmascaran a la
persona real. Esta exhibe una primorosa
fachada, pero oculta celosamente todo lo que pueda haber tras la puerta. Habla, habla incansablemente, pero solo a
nivel epidérmico. Y parece siempre condenada a no hacer ni decir lo que en
verdad desea, oscilando de continuo entre los impulsos y su freno, entre el
anhelo y la obligación. (Nunca contra alguien, ni con.) Advertimos de que cualquier parecido con la
vida real no es mera coincidencia.
II -
Temores
Página tras página,
transcurren más de dos décadas. En una noche de verano cuyo relato cierra el
libro, el clan Pargiter al completo celebra una fiesta. Allí está North que,
vaso de vino en mano, conversa con sus tíos Edward y Eleanor. Esta comenta algo
a propósito de Antígona, pero de improviso calla y North, que la observa,
comprende que. ella teme pifiarla
ante su erudito hermano con una observación desacertada acerca de la tragedia
de Sófocles. “Es inútil, pensó North. No puede decir lo
que quiere decir; tiene miedo. Todos tienen miedo; miedo a que se rían de
ellos, miedo a delatarse. […] Cada
uno teme a los demás. Pero ¿de qué tenemos miedo? De las críticas, de las
risas.”
Delatarse. Meter la
pata, en esa especie de competición en que se transforman a veces las
relaciones interpersonales. Un mal paso y quedamos descalificados, vencidos,
con gran menoscabo de nuestro eventual
prestigio; por eso vacilamos,
retrocedemos. “Esto es lo que nos separa –remata
North-: el miedo.” Y resuena entonces
como un eco del dictamen de Nicholas: vivimos inquietos, cada uno amoldándose a
su propia casilla, convertido en un hermético, permanente nudo. Anhelando y
temiendo cualquier proximidad. Territorios separados por hondos abismos sin
puentes: esperamos que alguien sepa construirlos. Alguien: el otro.
III - La
palabra
Ahora con vuestro
permiso voy a volver atrás, aunque no demasiado y apenas durante un párrafo:
regreso al instante en que conocimos a Eleanor en casa de su hermano Morris
(padre del lúcido North). Pues bien, en aquel entonces ella acababa de regresar
de un viaje por España, y en la misma cena en que atisbamos su preocupación por
el hermano, otro de los comensales le
pregunta por sus impresiones de ese periplo.
Pero la mujer no sabe que responder. “Había
visto cosas maravillosas: edificios, montañas y rojas ciudades en la llanura.
Pero ¿cómo iba a describirlas?”
Reconectando: ahora, es
decir en la estival velada del clan que estamos glosando, muy tarde en la noche,
Eleanor está tan inmersa en recuerdos de su vida que habla para sí misma en voz
alta. Naturalmente, al darse cuenta de que es escuchada guarda silencio de
inmediato, disgustada. Y entonces recapacita: “Por esto, debía poner en orden sus pensamientos y después tenía que
buscar las palabras. Pero no, pensó, no puedo encontrar palabras; a nadie puedo
contarlo.”
La palabra. Una brida
que contiene la expresión, el obstáculo eterno. Ambiciosa, obsesiva, angustiada búsqueda del término exacto para decir lo indecible que
ni siquiera nosotros podemos precisar. Porque ¿cómo especificar en letras –o colores o notas- algo que nos excede por entero? Lo necesitamos visceralmente, lo es todo para
nosotros… y sin embargo debemos luchar contra él a brazo partido hasta lograr
formularlo, porque de lo contrario nos
aplastaría.
Es tan fácil hablar de lo que rechazamos o nos
es indiferente. Pero ¿cómo expresar lo sobrecogedor, inaudito, sublime,
maravilloso, bello? Los griegos lo
consiguieron. Shakespeare lo hizo. Dante, Leopardi, Lope, Rilke lo procuraron y no les fue demasiado mal. Pero
no estamos a esas alturas.
Quizás sea estéril escribir libros, pintar cuadros, componer sonatas… manifestarse por cualquier vía, cuando no se está a la
altura. Castigados a rozar tan solo la superficie de las cosas, apenas intuyendo
el núcleo puro que se nos niega. O, peor aún, a resignarnos cuando coquetamente
se insinúa lejano y velado, y ese atisbo fugaz se asemeja a una burla.
Pese a todo debemos intentarlo, enviar señales, avisos, rastros…
para dar testimonio, para autojustificarnos. Aplicarnos, tantear, insistir siempre,
profundizar… hasta hallar la voz, el tono, la forma que sea nuestra. Si no ¿para qué todo?
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