Cuando viajo a Madrid
me agrada hacer siempre ida y vuelta en tren y, aunque soy entusiasta admirador
de paisajes, me acompaño siempre con un libro “por las dudas”. Recientemente
regresaba a Salamanca en tales circunstancias; el subterfugio, esta vez, era “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar. Ciertamente, el encanto de ese texto, su
belleza formal pero también el influjo de las ideas, me había atrapado. “…el viejo Terpandro definió con tres
palabras el ideal espartano, el perfecto modo de vida que Lacedemonia soñó sin
alcanzarlo: Fuerza, Justicia, Musas. La fuerza constituía la base, el rigor sin
el cual no hay belleza…”
Ay, Terpandro… los
ideales (que evito escribir con mayúsculas).
Vale, aceptémoslos, pero sabiendo que son inalcanzables. Un hombre de
nuestra inteligencia, capacidad y cultura no puede creer en una ¿¿¿Justicia???...
una Fuerza que no sea autoritaria. (¿O sí?) ¿Y… Musas? Bueno… vale, pero solamente en el sentido de
que el Arte está al servicio de la Fuerza y se somete a ella. Palabras,
palabras, palabras… meros símbolos.
Mientras mi mente iba
desbocada por tales derroteros, habíamos dejado atrás las murallas de Ávila y
atravesábamos una extensión de pedregales: enhiestas, grandes peñas magníficas,
reinando sobre una cohorte de pétreos súbditos y sucediéndose durante
kilómetros al tiempo que el tren las sorteaba despacio. Es un panorama bien
conocido y cada vez me provoca similar fascinación el carácter rudo, indomable
de su hermosura. Belleza, sí; Fuerza,
también. Pero… ¿rigor? ¿Es posible separar el desorden del Caos? Una
desorganización hermosísima, no hay duda;
la de algo casual, totalmente desestructurado y sin embargo válido.
No obstante, en aquella
mañana de otoño todo me pareció diferente.
¿Desestructurado? ¿Era realmente así? En el ocioso interregno del somnoliento vagón,
me permití someter a juicio mis impresiones.
“Epistemológicamente
–leo en la enciclopedia- se ha tendido a
asociar el caos con la incapacidad humana de atender a todos los eventos de un
especio concreto en un momento determinado, debiendo por esto asumir los
conceptos de azar, aleatorio, incertidumbre… en oposición al orden o a una
posible ratio o logos.” ¡Uuuhhh… demasiado altisonante y complicado! No,
no; a fin de cuentas solo estamos hablando de unas piedras. Veamos otras
posibilidades.
El científico francés
Poincaré decía: “El azar no es más que la
medida de la ignorancia del hombre.”
Vamos: que no sabemos nada y por
eso buscamos explicaciones simples. Ignorancia y un poco más de
rebuscamiento…como el que lleva a un viajero curioso a divagar sobre asuntos
que lo sobrepasan de lejos, con riesgo de precipitarse a especulaciones
relativas a una singular variante española del “efecto mariposa”, ejercida por
unas peñas. No, no, dejemos en paz la Teoría del Caos.
Mientras mi mente
realizaba su propio derrotero, el tren había entrado en la provincia de
Salamanca y solamente se veían campos roturados. Planos geométricos, líneas, cada cosa en su
lugar: al viejo Terpandro le hubiese gustado, pero a mí ese panorama siempre
similar me resultaba un poco aburrido. Echaba en falta la potencia tosca del
pedregal. El ser humano rechaza lo
informe, es cierto: necesita percibir en lo que contempla alguna suerte de
estructura. Vale, pero… ¡toda esa regularidad monótona…!
Entonces se me ocurrió
volver a Poincaré, aunque lateralmente y teniendo cuidado de no pasarme de
rosca. Eso que semeja desorden fortuito –me dije- ¿no será en realidad una
clase de organización irreconocible para mí pero exacta? ¿Un ordenamiento –tan
preciso que sería expresable en ecuaciones- derivado del origen mismo del
peñascal, de las gigantescas fuerzas físicas allí actuantes, y estricto
resultado de las mismas? Una especie de karma rocoso, vaya. ¡Y más teorías! Lo
siento, no he podido evitarlo, siempre me sucede lo mismo. A fin de cuentas, no
es descartable que yo mismo sea solo una hipótesis.
Y ya puestos a
conjeturar –me dije mientras descendía del tren en Vialia- tampoco es
inconcebible que la carencia de orden –si es real- esté en nosotros -es decir
en mí- y no en el canchal. Un desbarajuste interno. Y de ahí que en aquella
soleada mañana me saliese yo por la tangente, en plena Ávila, en compañía de
Fuerza y Belleza.
Por todo ello aconsejo
a cualquier lector viajero que se abstenga de Terpandros y lleve consigo un
best-seller, mejor si es de Dan Brown, para que la lectura no le induzca ni la
más mínima tentación de reflexionar.
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