miércoles, 13 de junio de 2018

DE AVENTURAS, MEMORIAS Y TIEMPO


III   La vana  pretensión  de  durar



Por temprano que Víctor se levante, hace ya horas que luce el sol y pían enloquecidos los pájaros; normal, tratándose del verano nórdico y sus brevísimas, tenues, casi translúcidas noches. Con una taza de té y la primera pipa del día se asoma a  la ventana.

Un viaje suele implicar circunstancias excepcionales y puede derivar hacia estados de ánimo más receptivos y permeables de lo acostumbrado. Así puede haber algo de mágico en el hecho de contemplar un panorama que poco tiene en común con lo que vemos cotidianamente. Uno piensa “verdaderamente, no estoy en casa” y abre su percepción a nuevas realidades.

El sol esplende en un azul purísimo; el aire es cálido pero ya no bochornoso, atemperado por varios días de lluvia. Para Víctor esas fueron jornadas de casi obligado encierro, propicias a intensas conversaciones con Quique o, cuando el amigo trabajaba,  a las imprescindibles treguas de soledad y música, con el agua lombriceando en los cristales.  Ahora anhela sumergirse nuevamente en esa ciudad que lo embruja; siente apetencia de espacios abiertos, luz, verdes lujuriosos, frescor. Jardines… o -mejor aún-  parques. Haga. Oh sí, tiene que ser Hagaparken, descubierto en una visita anterior pero apenas entrevisto a la evanescente medialuz de un atardecer.  Se prepara un bocadillo y allá va.

Ha estudiado detenidamente el trayecto, pero es un poco muy torpe (habíamos olvidado mencionar esto) y se equivoca en un  trasbordo. Nervioso, irritado consigo mismo, Víctor emerge finalmente de una boca de Metro y poco después alcanza su verde objetivo. Entonces todo desasosiego desaparece, barrido por el encanto del lugar.

Deambula fascinado por la enorme extensión, guiado solamente por la maravilla que se despliega ante sus ojos, dejando que ella impregne su espíritu hasta saturarlo de hermosura. Por primera vez los grupos humanos -tan numerosos allí como en cualquier otra parte de la ciudad- no lo distraen ni molestan, neutralizados, diluidos en la vastedad. Una paz armoniosa e inmensa desciende sobre él, como goteando desde los antiquísimos cielos de una purificada infancia de quimeras.

En el incontenible fluir de aquel vagabundeo que experimenta como una peregrinación, ha llegado a una zona de prado abierto tapizado de césped y flores silvestres. A poca distancia divisa, en lo alto de una exigua colina, un árbol solitario sombreando un banco de madera que lo atrae como un imán. El asiento es viejo y curtido por mil intemperies, pero revela cuidados;  los añosos listones están tibios y  huelen intensamente  a troncos y verano, a placer, abundancias y vida. Allí sentado, Víctor se concentra en la apreciación del dilatado entorno de reminiscencias inglesas, la refrescante tersura de la hierba, los remansos boscosos, la presencia siempre próxima del agua… El aire porta sonidos lejanos: voces apagadas, gritos de niños, exclamaciones,  risas… señales de la vida de los otros. La suya, en un silencio casi místico, se acrecienta como si pretendiera  abrazar el universo.  

Poco a poco los sentidos saturados, el entero caudal de su percepción, sentimientos, ideas… todo se unifica produciendo una imagen deslumbradora, viva,  cambiante como un caleidoscopio, que le sobrecoge por su armonía. Experimenta  intensamente su existir singular, en toda su radical separatidad: ha conocido desde siempre su disparidad con los otros. Pero de súbito aprehende que él y aquellos seres barullentos, movedizos, rientes se conjuntan en una realidad que los abarca a todos: el parque. Estanque, niños, árboles y él son solamente partes unificadas en una totalidad de significados; y de improviso ese todo se transforma, ajusta y modifica sus elementos para formar un nuevo conjunto más luminoso y armónico, en el que cada uno realiza su ser-en-el-mundo, su sentido

Henchido de sosiego y algo parecido a la felicidad, siente deseos de reír  también él o llorar y saltar y correr. Pero no, claro…eso no sería propio de un hombre serio.  Tan solo se pone en pie, lanzando una mirada posesiva sobre aquella maravilla que se le brinda por un instante apenas, pero que anida ya para siempre en él. Estremecido, murmura entonces la exhortación fáustica: “Oh, detente minuto… ¡eres tan bello!” 



“La huella de mi existencia no puede quedar envuelta en la nada” – dice el famoso doctor inmediatamente después de formular el deseo que pone fin a su taumatúrgica experiencia. (Fausto, segunda parte, capítulo V). No obstante, poco tiene que ver Víctor con aquel hombre de ciencia que preconizaba la acción. ¿Entonces?

¿Deseo de sustraerse a la ineludible finitud de todo? No. ¿Lamento de un ego solitario ante los estragos del tiempo, la vana pretensión de durar?  Tampoco.  Fausto ha sido llevado a formular su invocación, por la plenitud emocional de una visión  idealizada del quehacer humano que Víctor no podría compartir.  Este, por su parte, fue  impresionado por una receptiva contemplación del escenario de aquel quehacer, el ámbito natural en que los hombres son y actúan y que preserva – demasiadas veces a pesar de los propios hombres- la cualidad de belleza que él tanto admira.

Es curioso que dos utopías tan diferentes hayan podido coincidir. De todos modos, ambas fueron erróneas. Fausto nunca hubiese podido realizar su “sueño libre en el seno de un pueblo libre” (Ibid), pues tal cosa jamás existió. Y nuestro protagonista… ah, nuestro protagonista y su permanente necesidad de hermosura… Vaya fallo: la belleza apenas si logra llegar a  ser.  ¿Cómo podría, entonces, perdurar? 




 IV  -  ¿Vivir  o  contar?




Haciendo mío el punto de vista de Antoine Roquentin, puedo afirmar que tuve una aventura puesto que la he narrado. Claro que inmediatamente debería cuestionarme si la he vivido, teniendo en cuenta el axioma vivir o contar. No obstante, desestimo esa objeción pues yo no soy él sino yo, y siempre he vivido mi vida como si estuviese narrándola. La verdad es que no sabría hacerlo de otra forma.

Así, estos incidentes que aquí he contado no son solamente el maleable ejercicio de evocación de unos determinados episodios, sino también y básicamente el proceso de valorar la trascendencia vital de dichos episodios, conforme a mi recuerdo de los mismos (puesto que ellos son incognoscibles objetivamente). Toda visión de la realidad es siempre una interpretación personal.


Huellas de lo real: refracciones, reflejos… fragmentos. Modelo para armar  un presente conformado con añorables ausencias.


La conciencia de que soy aún mientras recuerdo que he sido, lleva implícita una localización espacio-temporal concreta.  Es, por lo tanto e ineludiblemente, un ser-allí-entonces. En consecuencia, ese instante perfecto y total del ser  ¿no tendría que devenir, en y por sí mismo, inicio y fundamento suficiente de aquella “cualidad rara y preciosa” que el hombre narrador de historias deseaba alcanzar?



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