III – La vana pretensión
de durar
Por temprano que Víctor se
levante, hace ya horas que luce el sol y pían enloquecidos los pájaros; normal,
tratándose del verano nórdico y sus brevísimas, tenues, casi translúcidas
noches. Con una taza de té y la primera pipa del día se asoma a la ventana.
Un viaje suele implicar circunstancias
excepcionales y puede derivar hacia estados de ánimo más receptivos y permeables
de lo acostumbrado. Así puede haber algo de mágico en el hecho de contemplar un
panorama que poco tiene en común con lo que vemos cotidianamente. Uno piensa “verdaderamente, no estoy en casa” y
abre su percepción a nuevas realidades.
El sol esplende en un azul
purísimo; el aire es cálido pero ya no bochornoso, atemperado por varios días
de lluvia. Para Víctor esas fueron jornadas de casi obligado encierro,
propicias a intensas conversaciones con Quique o, cuando el amigo trabajaba, a las imprescindibles treguas de soledad y música,
con el agua lombriceando en los cristales.
Ahora anhela sumergirse nuevamente en esa ciudad que lo embruja; siente apetencia
de espacios abiertos, luz, verdes lujuriosos, frescor. Jardines… o -mejor aún- parques. Haga. Oh sí, tiene que ser Hagaparken,
descubierto en una visita anterior pero apenas entrevisto a la evanescente
medialuz de un atardecer. Se prepara un
bocadillo y allá va.
Ha estudiado detenidamente el
trayecto, pero es un poco muy torpe (habíamos olvidado mencionar esto) y se
equivoca en un trasbordo. Nervioso,
irritado consigo mismo, Víctor emerge finalmente de una boca de Metro y poco
después alcanza su verde objetivo. Entonces todo desasosiego desaparece,
barrido por el encanto del lugar.
Deambula fascinado por la enorme
extensión, guiado solamente por la maravilla que se despliega ante sus ojos,
dejando que ella impregne su espíritu hasta saturarlo de hermosura. Por primera
vez los grupos humanos -tan numerosos allí como en cualquier otra parte de la
ciudad- no lo distraen ni molestan, neutralizados, diluidos en la vastedad. Una
paz armoniosa e inmensa desciende sobre él, como goteando desde los
antiquísimos cielos de una purificada infancia de quimeras.
En el incontenible fluir de
aquel vagabundeo que experimenta como una peregrinación, ha llegado a una zona
de prado abierto tapizado de césped y flores silvestres. A poca distancia
divisa, en lo alto de una exigua colina, un árbol solitario sombreando un banco
de madera que lo atrae como un imán. El asiento es viejo y curtido por mil
intemperies, pero revela cuidados; los añosos
listones están tibios y huelen
intensamente a troncos y verano, a placer,
abundancias y vida. Allí sentado, Víctor se concentra en la apreciación del
dilatado entorno de reminiscencias inglesas, la refrescante tersura de la
hierba, los remansos boscosos, la presencia siempre próxima del agua… El aire
porta sonidos lejanos: voces apagadas, gritos de niños, exclamaciones, risas… señales de la vida de los otros. La
suya, en un silencio casi místico, se acrecienta como si pretendiera abrazar el universo.
Poco a poco los sentidos saturados,
el entero caudal de su percepción, sentimientos, ideas… todo se unifica produciendo
una imagen deslumbradora, viva,
cambiante como un caleidoscopio, que le sobrecoge por su armonía. Experimenta
intensamente su existir singular, en
toda su radical separatidad: ha conocido desde siempre su disparidad con los
otros. Pero de súbito aprehende que él y aquellos seres barullentos, movedizos,
rientes se conjuntan en una realidad que los abarca a todos: el parque.
Estanque, niños, árboles y él son solamente partes unificadas en una totalidad de
significados; y de improviso ese todo se transforma, ajusta y modifica sus elementos
para formar un nuevo conjunto más luminoso y armónico, en el que cada uno
realiza su ser-en-el-mundo, su sentido
Henchido de sosiego y algo
parecido a la felicidad, siente deseos de reír también él o llorar y saltar y correr. Pero
no, claro…eso no sería propio de un hombre serio. Tan solo se pone en pie, lanzando una mirada
posesiva sobre aquella maravilla que se le brinda por un instante apenas, pero
que anida ya para siempre en él. Estremecido, murmura entonces la exhortación
fáustica: “Oh, detente minuto… ¡eres tan bello!”
“La huella de mi existencia no puede quedar envuelta en la nada” –
dice el famoso doctor inmediatamente después de formular el deseo que pone fin
a su taumatúrgica experiencia. (Fausto,
segunda parte, capítulo V). No obstante, poco tiene que ver Víctor con aquel
hombre de ciencia que preconizaba la acción. ¿Entonces?
¿Deseo de sustraerse a la
ineludible finitud de todo? No. ¿Lamento de un ego solitario ante los estragos
del tiempo, la vana pretensión de durar? Tampoco. Fausto ha sido llevado a formular su invocación,
por la plenitud emocional de una visión idealizada
del quehacer humano que Víctor no
podría compartir. Este, por su parte,
fue impresionado por una receptiva contemplación
del escenario de aquel quehacer, el ámbito natural en que los hombres son y
actúan y que preserva – demasiadas veces a pesar de los propios hombres- la
cualidad de belleza que él tanto admira.
Es curioso que dos utopías tan
diferentes hayan podido coincidir. De todos modos, ambas fueron erróneas. Fausto
nunca hubiese podido realizar su “sueño
libre en el seno de un pueblo libre” (Ibid), pues tal cosa jamás existió. Y
nuestro protagonista… ah, nuestro protagonista y su permanente necesidad de
hermosura… Vaya fallo: la belleza apenas si logra llegar a ser. ¿Cómo
podría, entonces, perdurar?
IV - ¿Vivir o
contar?
Haciendo mío el punto de vista
de Antoine Roquentin, puedo afirmar que tuve una aventura puesto que la he
narrado. Claro que inmediatamente debería cuestionarme si la he vivido,
teniendo en cuenta el axioma vivir o contar. No obstante, desestimo esa
objeción pues yo no soy él sino yo, y siempre he vivido mi vida como si
estuviese narrándola. La verdad es que no sabría hacerlo de otra forma.
Así, estos incidentes que aquí
he contado no son solamente el maleable ejercicio de evocación de unos
determinados episodios, sino también y básicamente el proceso de valorar la
trascendencia vital de dichos episodios, conforme a mi recuerdo de los mismos (puesto
que ellos son incognoscibles objetivamente). Toda visión de la realidad es
siempre una interpretación personal.
Huellas de lo real: refracciones,
reflejos… fragmentos. Modelo para armar un presente conformado con añorables
ausencias.
La conciencia de que soy aún mientras
recuerdo que he sido, lleva implícita una localización espacio-temporal
concreta. Es, por lo tanto e
ineludiblemente, un ser-allí-entonces.
En consecuencia, ese instante perfecto y total del ser ¿no tendría que devenir, en y por sí mismo, inicio
y fundamento suficiente de aquella “cualidad
rara y preciosa” que el hombre narrador de historias deseaba alcanzar?
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