Asta, personaje
de una novela de Barbara Vine, es una mujer danesa que vive en Londres. Aún no
habla bien inglés, no puede comunicarse y se siente sola. Por dicha razón -que
es, según nos dice, “una de las peores
cosas que he de soportar en este horrible país extranjero”- decide llevar
un diario. Este –cree ella- aliviará su soledad al proporcionarle “alguien con quien hablar” y además le
permitirá “contar historias.” Sí, le
agrada relatarse a sí misma todo tipo de anécdotas “tanto verdaderas como inventadas”, para evadirse de una realidad
poco gratificante.
Contarse historias,
en especial si son imaginarias: una
habitual tendencia de la especie,
preponderante en la infancia gracias a libros, revistas, cine. Más adelante habrá
play stations, fantasías sexuales, juegos de rol… ¿Y qué son las ilusiones sino
más de lo mismo, fabulaciones, castillos de naipes? Con porciones del mundo
real o sin ellas, nos fabricamos un universo sustitutorio cumplidamente
placentero, confeccionado a medida como un traje. Un disfraz, que transforma nuestro yo en Otro.
Está en la
naturaleza de las cosas que el crío que lee a Salgari pretenda ser el Tigre de la
Malasia. (Salgari, sí; soy antiguo. Es de suponer que hoy leerán Harry Potter.)
Todos hemos deseado alguna vez devenir otra persona, alguien
mítico capaz de realizar obras superlativas. Aquello que somos y hacemos no
logra colmarnos. Falta algo. O sobra.
Recóndita tentación
de la otredad. Ambigua, curiosa también: el mismísimo Superman, paradigma del
Héroe sin par ¿acaso no ha querido múltiples veces, a lo largo de su dilatada
carrera de papel coloreado, ser un terrícola normal y corriente? Ironías: el ser mítico
tiene siempre un elemento diferencial, un atributo que lo destaca. Es el Otro
por antonomasia. Pero en esa cualidad que le confiere grandeza, reside al mismo
tiempo su miseria, pues aquello que nos distingue también nos discrimina, nos
singulariza: riesgo considerable en una sociedad que abomina de quienes se
apartan del rebaño.
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