Hay una breve secuencia de fotogramas en blanco y negro, que mi memoria atesora y me brinda una y otra vez, con benévola insistencia, en su añorante moviola. Pertenecen a “Los mejores años de nuestras vidas” un clásico de 1946 dirigido por William Wyler.  En ellos, una sonriente Teresa Wright  prepara huevos revueltos para el desayuno –con resaca incluida- de Dana Andrews. Década tras década se reproduce este sólito ritual siempre idéntico, cuyo sentido más profundo ni yo mismo logro discernir por completo. 
Ceremoniales de un hombre solitario  conjurando ajenos pasados virtuales que, de algún modo, fueron configurando el propio, y cuyo eco se prolonga a través de un tiempo fosilizado, a la vez claro y penumbroso, festivo y matizado de melancolías. Rito que adopta aquí la manera de unas imágenes en una pantalla, pero que también puede darse como un embrujo de sonidos, con una voz señera, inimitable, que canta “D’amor sull’ali rosee…” o el negro sobre blanco de unas líneas escritas.
Imágenes. En “Las babas del diablo”, Cortazar afirma que todo mirar rezuma falsedad, pues nos arroja  completamente fuera de nosotros mismos.  Y agrega: “De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena.”  
Una fotografía contiene, oculta o sugiere una historia, es decir una narración y un mensaje. Oficia como hilo conductor hacia esa crónica, o hacia nebulosos significados que parpadean por detrás de lo visto, susurrando secretos a nuestro yo más profundo. Entonces, lo que vemos no es solamente lo que miramos, sino algo más, algo otro. Porque la mirada no es jamás inocente, pura; se tiñe con nuestra subjetividad entera, de modo que  el elemento supuestamente objetivo –las imágenes- deviene otra cosa, un contenedor  de símbolos, sentimientos, fantasías, representaciones… todo aquello que nosotros le agregamos, a veces sin saberlo. El acto visual se dilata, crece hacia dentro de nosotros, desune y relativiza lugares y transcursos, llegando a ser un itinerario íntimo, una exploración en lo pasado, en otros espacios, otras épocas. Y así, mientras Teresa remueve la untuosa, apetecible masa amarilla ¿dónde estoy yo, en qué extraviado repliegue de mi niñez o adolescencia, añorando qué idos esplendores seguramente mentidos, inventados?
Como la respuesta a esta pregunta excedería las intenciones y posibilidades de estas páginas, limitémonos a señalar que, de lo dicho anteriormente, cabe deducir que ese peculiar fragmento de film  no es más que una excusa del mirar para deslizarse hacia aquel recóndito universo personal. (Operación que en realidad podría prescindir de tales pretextos, pero los utiliza por  el placer que en sí mismos deparan.)
Volvamos al tema desplazando el punto de vista:  la fotografía significa asimismo  la captación de un instante que permanecerá inmovilizado, fijado para siempre. Es el deseo fáustico realizado: “Oh, detente minuto…¡eres tan bello!” Aunque no como un presente congelado a cuya presunta eternidad podemos regresar una y otra vez a voluntad, sino un momento-compendio,  dinamizable hacia su pasado y su futuro. Un instante que abarca otros muchos instantes en su oferta de variados periplos temporales, invitando así a ser completado por la mirada del espectador, como un modelo para armar.
Sin embargo, esto implica también una falacia, pues esa mirada no observará dos veces de igual manera (insiste Heráclito), y por tanto el contemplador no realizará dos veces idéntico viaje, ni extraerá de él similares vivencias o remembranzas. La ropa ajena muda de color y de formas, y no siempre querremos privarnos de sucumbir a su equívoco encanto. La  posible eternización del instante  pone aún más de manifiesto la fugacidad, tanto del referente –que ha sido pero ya no es: presencia ausente- como del  espectador –es, pero navegando firmemente hacia el ha sido-, que intenta a veces atrapar fragmentos de su tiempo real, ese inasible curso que transcurre  implacable mientras él mira y se pierde en agridulces  pretéritos inútiles. Operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a una traspapelada realidad. Conciencia de nuestra finitud contrapuesta con la permanencia cálida de las imágenes.   Pero al mismo tiempo la percepción indudable del propio estar ahí, vivo, siendo, contemplando los gestos juveniles de Teresa Wright  mientras  prepara huevos revueltos, en similar revoltillo de ahoras y de ayeres reales o fingidos.
Dice Roland Barthes -en “La cámara lúcida”- que al mostrar un doble de la realidad, abrimos la dimensión del recuerdo, que para él es “el retorno de lo muerto” pues “la fotografía sólo adquiere su valor pleno con la desaparición irreversible del referente, con la muerte del sujeto fotografiado, con el paso del tiempo.” Así se crearía  una “confusión perversa entre lo Real y lo Viviente: atestiguando que el objeto es real, induce a creer que es viviente.” Retorno que en realidad es una continuidad, la persistencia de  lo que está siempre con nosotros en aquella dimensión, no menoscabada por la disipación meramente física. ¿No podríamos, entonces, decir que todo aquello que  invocamos conserva para nosotros –en nosotros- una suerte de vida alimentada  con nuestra propia sangre?  La sonrisa de Teresa Wright brillará en la pantalla de mi nostalgia  hasta que su luz se apague con la mía.
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Selección de poemas originales, relatos y textos varios en prosa. Comentarios literarios y poemas preferidos de autores varios. Comentarios y fotografías de obra plástica original: tapiz, dibujo, escultura. Ideas.
domingo, 27 de enero de 2013
viernes, 4 de enero de 2013
DEL ESCRITOR Y LA ESCRITURA
SARTRE:  NAUSEA,  VACIO,  JUSTIFICACION
          «Algo me ha sucedido. Vino como una enfermedad, se instaló solapadamente, poco a poco; yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más.  Y ahora crece.
Un ligero malestar: eso registran las primeras anotaciones de Antoine Roquentin, protagonista de «La Náusea»,  de J. P. Sartre, 1938,  novela escrita en  forma de diario. Malestar que pronto lleva a la constatación de un cambio:  «en mis  manos  hay algo nuevo, cierta  manera  de coger  la  pipa o  el  tenedor. O  es  el  tenedor  el  que  ahora tiene cierta  manera  de hacerse  coger.» Cambio que afecta  a la relación del protagonista con  el  mundo exterior, con las cosas, devenidas súbitamente activas, incluso agresivas, al detentar  incomprensiblemente  la acción:  «Los objetos no  deberían  tocar,  puesto que  no viven. Y  a  mí  me tocan, es insoportable.» 
          Este hombre, que se autodefine de modo implacable -«Yo vivo solo, completamente solo. Nunca hablo con nadie; no recibo nada, no doy nada»- es un joven historiador  que, tras haber corrido mundo, recala en  una  ciudad francesa de provincias para escribir la biografía de un aristócrata del S. XVIII. Un hombre aislado, llevando por inercia una vida neutra, gris, entre seres y situaciones igualmente desvaídas, absurdas. Vida que previsiblemente habría de continuar hasta su agotamiento por los mismos reiterados cauces, pero que de súbito experimenta un sacudimiento a raíz del mencionado malestar, esa «especie de náusea en las manos.» Sintiéndose próximo a «una gran conmoción» vital, tiene  miedo «de lo  que va  a nacer, de lo que va  a  apoderarse de mí  y llevarme no sé adónde.» A partir de entonces, «aunque nada ha cambiado todo existe de otra manera». 
          Existir de otra manera implica apartarse de lo acostumbrado, esa rutina simplificadora por la que es tan fácil dejarse llevar; más allá  opera lo desconocido, lo nuevo.  Antoine comienza a perder pie: «¡La cosa va mal, muy mal!»  «La  Náusea está  en  mí, la siento allí en la pared,  en todas partes a mi alrededor. Soy yo quien está en ella.»  Entonces, mientras se encuentra en el café que suele frecuentar -nexo entre su soledad radical y el mundo de «los otros»- escucha un antiguo registro fonográfico, un viejo rag-time con estribillo cantado. Miríadas de notas que  «corren, se apiñan, me dan  al  pasar un golpe seco y se aniquilan.» Le gustaría retenerlas, pero sabe que es imposible, que debe aceptar esa muerte «que acaso sea también la mía», y que  hasta debe desearla.   La delgada, breve duración de la música  «atraviesa nuestro tiempo y lo rechaza. Es otro tiempo.» Y en tales circunstancias   comienza a sentirse  bien. «Todavía  no es  nada extraordinario, es  una  pequeña  dicha  de Náusea (..) hecha de instantes  que  se  agrandan.» Cuando la cantante negra ataca el estribillo «nada  puede interrumpirla, nada que venga  del tiempo donde está  varado el mundo.»  Otro tiempo, otra realidad. Y sin embargo ha vivido, cree que intensamente; recordando pasadas aventuras, Roquentin siente que toda su vida, «el encadenamiento riguroso de las circunstancias», lo conducían «a este instante, a esta burbuja  de claridad rumorosa de música.  «Estoy  aquí, escucho a  una  negra  que  canta mientras  que  fuera vagabundea  la  noche débil.» Y se siente emocionado, feliz.
          Después de esta escena se produce  una especie de tregua : la Náusea desaparece. Él continúa  su vida de siempre: trabaja -aunque sin entusiasmo-, reflexiona, sintiendo «el deslizamiento, los roces del tiempo.»   Desfile, suma de horas. Recuerdos.  Poco antes ha pensado: «De cien historias muertas queda, sin embargo, una o dos historias vivas.» Pero los recuerdos se deterioran, se desgastan.  «Construyo  mis  recuerdos  con  el  presente. Estoy desechado, abandonado en el  presente. En vano trato de alcanzar el pasado; no puedo escaparme.» Quiso que en su vida las cosas sucediesen de manera especial: «que aparecieran como notas de una música de jazz, cortando de golpe el hastío, consolidando la duración.» «Cada instante aparece para traer los siguientes, únicos, irremplaza-bles", pasando. Soledad esencial;  mundo suyo estancado, en suspenso;  hastío. Y, contrapuesto, el fluir de una melodía atravesando el tiempo, creando un tiempo nuevo. «Siento tanta  dicha cuando una  negra canta;  qué cimas alcanzaría  si  mi  propia  vida  constituyera  la  materia  de la melodía.» Es  decir si  la vida pudiese transmutarse en música -en obra-, «estrecha duración.»
          Sin embargo la tregua  no dura;  recibe una carta de su ex amor y se ilusiona pensando en el reencuentro, pero el malestar y la inquietud  han regresado. «Todo puede producirse, todo puede suceder.»  Y poco después, efectivamente, algo sucede: de improviso se siente imposibilitado de continuar  la  biografía en que trabajaba. «Se acabó, ya no puedo escribirlo. ¿Qué voy  a  hacer de mi vida?»  Está  otra vez «abandonado en  el  presente» y se pregunta: «¿Cómo yo, que no he  tenido  fuerzas  ni para retener mi propio pasado, puedo esperar salvar  el  de otro?»  No, se  dice, el  pasado no existe.  «Presente, nada más que presente.» «La verdadera  naturaleza del presente  era todo lo que existe, y todo lo que no  fuese  presente  no  existía.»  El trabajo emprendido es inútil:  la existencia vicaria del personaje biografiado no alcanza a sustituir la propia.  Desiste, pues, «con la impresión de un vacío insoportable», que no es más que la plena conciencia de la falta de sentido de sus acciones.
          Sartre acaba de presentar dos conceptos de capital importancia en este libro: salvación y vacío. Inmediatamente presentará un tercero. Desasosegado, Roquentin dirá, a propósito de aquel personaje: «era mi socio: él  me  necesitaba  para  ser,  y  yo lo necesitaba  para  no sentir mi  ser.  Yo proporcionaba la materia bruta, con la cual no sabía qué hacer: la existencia, mi existencia.»  «Él era mi razón de ser, me había librado de mí. ¿Qué haré ahora?» Y entonces, con un estremecimiento, comprende: «La existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo. Yo, yo, me saco de la nada a la que aspiro.»  Un «yo» que es el del cogito cartesiano, en el que el hombre se capta a sí mismo -paso previo para captarse en relación a otro- como verdad absoluta de la conciencia que se autodescubre separándose del mundo de los objetos.
          Entramos así en la sección filosóficamente fundamental de esta novela. El protagonista está inmerso en una intensa conciencia de su cuerpo  -»Estaré allí, pesaré sobre el piso. Soy»- de su ser y de la existencia que lo rodea por todas partes «densa y  pesada  y  dulce.»  Poco después  redefinirá también también la Náusea: «de vez en cuando los objetos se ponen a existir en la mano», una Náusea que ya no debe soportar: «ya no es una enfermedad: soy yo.»  Más tarde, mientras está sentado en un parque observando la raíz de un castaño, comprenderá qué quiere decir «existir.»  De ordinario -piensa- la existencia se mantiene oculta; las cosas, a nuestro alrededor, se presentan como un decorado, y su carácter de existentes  nos  parece «una  forma vacía  que  se  les agrega desde fuera, sin modificar  su  naturaleza.»  En cambio, es «la pasta misma  de las cosas; aquella raíz estaba amasada en la existencia», al igual que él. Los árboles, la fuente, otro hombre allí sentado, él mismo, son «un montón de existentes  incómodos»;  incomodidad  derivada del hecho de no tener ninguna razón para estar allí. Ha llegado al  Absurdo como «clave de la Existencia, de mis Náuseas, de mi propia vida.» El mundo de las explicaciones racionales no es el de la existencia: «un círculo no es absurdo, pero un círculo no existe.» La raíz, en cambio, existe, y su existencia no puede ser explicada.  «Por  definición, la  existencia  no  es  la  necesidad.  Existir  es  simplemente  estar ahí.  Cuando  uno  llega  a  comprenderlo  se  le  revuelve  el  estómago:  eso es  la  Náusea.» 
          Conciencia del «estar ahí» (arrojado al mundo, e-yecto, dirá Heidegger, en cuyas ideas Sartre se formó; siendo para sí, constituido en pro-yecto, modificará Sartre), conciencia que al mismo tiempo lo es de su contingencia: «todo lo  que  existe nace  sin  razón, se  prolonga  por debilidad, y muere  por  casualidad.» «Ni siquiera  podía  uno   preguntarse  de  dónde  salía  todo aquello, ni  cómo era  que existía  un  mundo en  vez  de nada.» Esta conciencia, que aún  no  ha asumido la  responsabilidad de ser/actuar, experimenta el vacío, la sensación de vivir para nada, y la angustia subyacente. Está solo y es libre -se dice Roquentin. «Pero esta libertad [que todavía se pone excusas para no actuar] se parece un poco a la muerte» Desembarazado de  la inútil biografía, y también de la ilusión amorosa tras un reencuentro que sigue siendo desencuentro, sin saber qué hacer, decide regresar  a  Paris para ser «un  burgués  rechoncho» que se siente existir pero no existe para nadie.
«Al principio sólo sería un trabajo ./. no me impediría existir ni sentir que existo. Pero llegaría el momento en que el libro estaría escrito, estaría detrás de mí, y pienso que un poco de claridad caería sobre mi pasado.» Algún día -piensa Roquentin mientras espera la salida del tren para París- recordará esa hora y se dirá que fue entonces cuando todo comenzó. «Y llegaré -en el pasado, sólo en el pasado- a aceptarme.»
          Aquí se reproduce, aunque ya a un nivel total de comprensión, la escena del café. Mientras se despide de sus escasos conocidos, Antoine pide que pongan nuevamente el disco del rag-time. Estremecido, comprende que quisiera arrojar fuera de sí esa  absurda existencia, «purificarme, endurecerme, para dar al  fin  el  sonido neto  y  preciso de esas notas de saxofón.» Intuye que más allá de lo existente  y del tiempo, esa melodía persistirá siendo la misma, siempre, como una especie de milagro. Imagina al compositor, un americano inmerso en humo, sudor y whisky, y sintetiza su impresión: «Hizo esto». Tal vez tuvo problemas, decepciones, malos momentos...  pero «hizo esto». Y entonces él, un hombre desesperado, incapaz hasta entonces de encontrar en sí o en lo externo nada a lo que aferrarse, percibe  la posibilidad de la acción «salvadora». La angustia no tiene por qué ser paralizante; al contrario:  puede resultar motivo y fundamento para que, responsabilizándose de sí mismo sin excusas,  el hombre sea capaz de actuar, hacer, hacer-se, crear-se. Por última vez, escucha a la negra cantar el estribillo. El americano y la negra: «dos que se han  salvado.  Salvado. Quizá hasta  el fin se hayan creído  perdidos, ahogados  en  la  existencia. Y sin embargo, nadie podría pensar en mí como yo pienso en ellos, con esta dulzura.» La salvación radica, entonces, en el actuar que dota al existir de una finalidad. El hombre (proyecto, existencia no definida) deviene aquello que él mismo conforma a través de sus actos; el destino -como Rilke había ya intuído- no es algo que nos llega desde fuera: arranca de nosotros mismos. Descartado todo elemento supra-humano, le corresponde a cada hombre dotar de sentido y valor a su vida, y así trascenderse dentro de lo humano, «purificándose» de un existir sin objeto.
          «La negra canta. ¿Entonces  es  posible justificar la  propia  existencia?»  «¿No podría yo intentar...? Naturalmente, no se trataría de una música... ¿pero no podría, en otro orden...? Tendría que ser un libro; no sé hacer otra cosa.» Justificar la propia existencia,  responsabilizarnos de nuestra vida y  libertad, comprometiéndonos en y con la propia acción, que es nuestra única realidad. Ese libro, que encarna para Roquentin la posibilidad de justificación, ya no será una biografía, sino una historia en la que «habrá  que adivinar  detrás de las  páginas, algo que no exista, que esté por encima de la existencia. Por ejemplo, una historia que no pueda suceder,  una aventura.» Tal vez, si tiene talento, pueda escribirlo;  entonces  la gente lo leerá  y «pensará  en  mi  vida  como yo  pienso en  la  de  esa  negra:  como algo precioso y  legendario.»  El libro, como el rag-time, seguirá siendo el mismo, siempre. Fuera del tiempo, del inexorable fluir de instantes irrepetibles. Porque nosotros solamente tenemos el presente, pero la obra -la acción- posee la capacidad de perdurar.
«Al principio sólo sería un trabajo ./. no me impediría existir ni sentir que existo. Pero llegaría el momento en que el libro estaría escrito, estaría detrás de mí, y pienso que un poco de claridad caería sobre mi pasado.» Algún día -piensa Roquentin mientras espera la salida del tren para París- recordará esa hora y se dirá que fue entonces cuando todo comenzó. «Y llegaré -en el pasado, sólo en el pasado- a aceptarme.»
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