domingo, 27 de enero de 2013

LOS MEJORES AÑOS

Hay una breve secuencia de fotogramas en blanco y negro, que mi memoria atesora y me brinda una y otra vez, con benévola insistencia, en su añorante moviola. Pertenecen a “Los mejores años de nuestras vidas” un clásico de 1946 dirigido por William Wyler. En ellos, una sonriente Teresa Wright prepara huevos revueltos para el desayuno –con resaca incluida- de Dana Andrews. Década tras década se reproduce este sólito ritual siempre idéntico, cuyo sentido más profundo ni yo mismo logro discernir por completo.

Ceremoniales de un hombre solitario conjurando ajenos pasados virtuales que, de algún modo, fueron configurando el propio, y cuyo eco se prolonga a través de un tiempo fosilizado, a la vez claro y penumbroso, festivo y matizado de melancolías. Rito que adopta aquí la manera de unas imágenes en una pantalla, pero que también puede darse como un embrujo de sonidos, con una voz señera, inimitable, que canta “D’amor sull’ali rosee…” o el negro sobre blanco de unas líneas escritas.

Imágenes. En “Las babas del diablo”, Cortazar afirma que todo mirar rezuma falsedad, pues nos arroja completamente fuera de nosotros mismos. Y agrega: “De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena.”

Una fotografía contiene, oculta o sugiere una historia, es decir una narración y un mensaje. Oficia como hilo conductor hacia esa crónica, o hacia nebulosos significados que parpadean por detrás de lo visto, susurrando secretos a nuestro yo más profundo. Entonces, lo que vemos no es solamente lo que miramos, sino algo más, algo otro. Porque la mirada no es jamás inocente, pura; se tiñe con nuestra subjetividad entera, de modo que el elemento supuestamente objetivo –las imágenes- deviene otra cosa, un contenedor de símbolos, sentimientos, fantasías, representaciones… todo aquello que nosotros le agregamos, a veces sin saberlo. El acto visual se dilata, crece hacia dentro de nosotros, desune y relativiza lugares y transcursos, llegando a ser un itinerario íntimo, una exploración en lo pasado, en otros espacios, otras épocas. Y así, mientras Teresa remueve la untuosa, apetecible masa amarilla ¿dónde estoy yo, en qué extraviado repliegue de mi niñez o adolescencia, añorando qué idos esplendores seguramente mentidos, inventados?

Como la respuesta a esta pregunta excedería las intenciones y posibilidades de estas páginas, limitémonos a señalar que, de lo dicho anteriormente, cabe deducir que ese peculiar fragmento de film no es más que una excusa del mirar para deslizarse hacia aquel recóndito universo personal. (Operación que en realidad podría prescindir de tales pretextos, pero los utiliza por el placer que en sí mismos deparan.)



Volvamos al tema desplazando el punto de vista: la fotografía significa asimismo la captación de un instante que permanecerá inmovilizado, fijado para siempre. Es el deseo fáustico realizado: “Oh, detente minuto…¡eres tan bello!” Aunque no como un presente congelado a cuya presunta eternidad podemos regresar una y otra vez a voluntad, sino un momento-compendio, dinamizable hacia su pasado y su futuro. Un instante que abarca otros muchos instantes en su oferta de variados periplos temporales, invitando así a ser completado por la mirada del espectador, como un modelo para armar.

Sin embargo, esto implica también una falacia, pues esa mirada no observará dos veces de igual manera (insiste Heráclito), y por tanto el contemplador no realizará dos veces idéntico viaje, ni extraerá de él similares vivencias o remembranzas. La ropa ajena muda de color y de formas, y no siempre querremos privarnos de sucumbir a su equívoco encanto. La posible eternización del instante pone aún más de manifiesto la fugacidad, tanto del referente –que ha sido pero ya no es: presencia ausente- como del espectador –es, pero navegando firmemente hacia el ha sido-, que intenta a veces atrapar fragmentos de su tiempo real, ese inasible curso que transcurre implacable mientras él mira y se pierde en agridulces pretéritos inútiles. Operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a una traspapelada realidad. Conciencia de nuestra finitud contrapuesta con la permanencia cálida de las imágenes. Pero al mismo tiempo la percepción indudable del propio estar ahí, vivo, siendo, contemplando los gestos juveniles de Teresa Wright mientras prepara huevos revueltos, en similar revoltillo de ahoras y de ayeres reales o fingidos.

Dice Roland Barthes -en “La cámara lúcida”- que al mostrar un doble de la realidad, abrimos la dimensión del recuerdo, que para él es “el retorno de lo muerto” pues “la fotografía sólo adquiere su valor pleno con la desaparición irreversible del referente, con la muerte del sujeto fotografiado, con el paso del tiempo.” Así se crearía una “confusión perversa entre lo Real y lo Viviente: atestiguando que el objeto es real, induce a creer que es viviente.” Retorno que en realidad es una continuidad, la persistencia de lo que está siempre con nosotros en aquella dimensión, no menoscabada por la disipación meramente física. ¿No podríamos, entonces, decir que todo aquello que invocamos conserva para nosotros –en nosotros- una suerte de vida alimentada con nuestra propia sangre? La sonrisa de Teresa Wright brillará en la pantalla de mi nostalgia hasta que su luz se apague con la mía.


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viernes, 4 de enero de 2013

DEL ESCRITOR Y LA ESCRITURA


SARTRE:  NAUSEA,  VACIO,  JUSTIFICACION


          «Algo me ha sucedido. Vino como una enfermedad, se instaló solapadamente, poco a poco; yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más. Y ahora crece.

Un ligero malestar: eso registran las primeras anotaciones de Antoine Roquentin, protagonista de «La Náusea», de J. P. Sartre, 1938, novela escrita en forma de diario. Malestar que pronto lleva a la constatación de un cambio: «en mis manos hay algo nuevo, cierta manera de coger la pipa o el tenedor. O es el tenedor el que ahora tiene cierta manera de hacerse coger.» Cambio que afecta a la relación del protagonista con el mundo exterior, con las cosas, devenidas súbitamente activas, incluso agresivas, al detentar incomprensiblemente la acción: «Los objetos no deberían tocar, puesto que no viven. Y a mí me tocan, es insoportable.»
 
          Este hombre, que se autodefine de modo implacable -«Yo vivo solo, completamente solo. Nunca hablo con nadie; no recibo nada, no doy nada»- es un joven historiador que, tras haber corrido mundo, recala en una ciudad francesa de provincias para escribir la biografía de un aristócrata del S. XVIII. Un hombre aislado, llevando por inercia una vida neutra, gris, entre seres y situaciones igualmente desvaídas, absurdas. Vida que previsiblemente habría de continuar hasta su agotamiento por los mismos reiterados cauces, pero que de súbito experimenta un sacudimiento a raíz del mencionado malestar, esa «especie de náusea en las manos.» Sintiéndose próximo a «una gran conmoción» vital, tiene miedo «de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mí y llevarme no sé adónde.» A partir de entonces, «aunque nada ha cambiado todo existe de otra manera».
          Existir de otra manera implica apartarse de lo acostumbrado, esa rutina simplificadora por la que es tan fácil dejarse llevar; más allá opera lo desconocido, lo nuevo. Antoine comienza a perder pie: «¡La cosa va mal, muy mal!» «La Náusea está en mí, la siento allí en la pared, en todas partes a mi alrededor. Soy yo quien está en ella.» Entonces, mientras se encuentra en el café que suele frecuentar -nexo entre su soledad radical y el mundo de «los otros»- escucha un antiguo registro fonográfico, un viejo rag-time con estribillo cantado. Miríadas de notas que «corren, se apiñan, me dan al pasar un golpe seco y se aniquilan.» Le gustaría retenerlas, pero sabe que es imposible, que debe aceptar esa muerte «que acaso sea también la mía», y que hasta debe desearla. La delgada, breve duración de la música «atraviesa nuestro tiempo y lo rechaza. Es otro tiempo.» Y en tales circunstancias comienza a sentirse bien. «Todavía no es nada extraordinario, es una pequeña dicha de Náusea (..) hecha de instantes que se agrandan.» Cuando la cantante negra ataca el estribillo «nada puede interrumpirla, nada que venga del tiempo donde está varado el mundo.» Otro tiempo, otra realidad. Y sin embargo ha vivido, cree que intensamente; recordando pasadas aventuras, Roquentin siente que toda su vida, «el encadenamiento riguroso de las circunstancias», lo conducían «a este instante, a esta burbuja de claridad rumorosa de música. «Estoy aquí, escucho a una negra que canta mientras que fuera vagabundea la noche débil.» Y se siente emocionado, feliz.

          Después de esta escena se produce una especie de tregua : la Náusea desaparece. Él continúa su vida de siempre: trabaja -aunque sin entusiasmo-, reflexiona, sintiendo «el deslizamiento, los roces del tiempo.» Desfile, suma de horas. Recuerdos. Poco antes ha pensado: «De cien historias muertas queda, sin embargo, una o dos historias vivas.» Pero los recuerdos se deterioran, se desgastan. «Construyo mis recuerdos con el presente. Estoy desechado, abandonado en el presente. En vano trato de alcanzar el pasado; no puedo escaparme.» Quiso que en su vida las cosas sucediesen de manera especial: «que aparecieran como notas de una música de jazz, cortando de golpe el hastío, consolidando la duración.» «Cada instante aparece para traer los siguientes, únicos, irremplaza-bles", pasando. Soledad esencial; mundo suyo estancado, en suspenso; hastío. Y, contrapuesto, el fluir de una melodía atravesando el tiempo, creando un tiempo nuevo. «Siento tanta dicha cuando una negra canta; qué cimas alcanzaría si mi propia vida constituyera la materia de la melodía.» Es decir si la vida pudiese transmutarse en música -en obra-, «estrecha duración.»
 
          Sin embargo la tregua no dura; recibe una carta de su ex amor y se ilusiona pensando en el reencuentro, pero el malestar y la inquietud han regresado. «Todo puede producirse, todo puede suceder.» Y poco después, efectivamente, algo sucede: de improviso se siente imposibilitado de continuar la biografía en que trabajaba. «Se acabó, ya no puedo escribirlo. ¿Qué voy a hacer de mi vida?» Está otra vez «abandonado en el presente» y se pregunta: «¿Cómo yo, que no he tenido fuerzas ni para retener mi propio pasado, puedo esperar salvar el de otro?» No, se dice, el pasado no existe. «Presente, nada más que presente.» «La verdadera naturaleza del presente era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía.» El trabajo emprendido es inútil: la existencia vicaria del personaje biografiado no alcanza a sustituir la propia. Desiste, pues, «con la impresión de un vacío insoportable», que no es más que la plena conciencia de la falta de sentido de sus acciones.
          Sartre acaba de presentar dos conceptos de capital importancia en este libro: salvación y vacío. Inmediatamente presentará un tercero. Desasosegado, Roquentin dirá, a propósito de aquel personaje: «era mi socio: él me necesitaba para ser, y yo lo necesitaba para no sentir mi ser. Yo proporcionaba la materia bruta, con la cual no sabía qué hacer: la existencia, mi existencia.» «Él era mi razón de ser, me había librado de mí. ¿Qué haré ahora?» Y entonces, con un estremecimiento, comprende: «La existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo. Yo, yo, me saco de la nada a la que aspiro.» Un «yo» que es el del cogito cartesiano, en el que el hombre se capta a sí mismo -paso previo para captarse en relación a otro- como verdad absoluta de la conciencia que se autodescubre separándose del mundo de los objetos.
          Entramos así en la sección filosóficamente fundamental de esta novela. El protagonista está inmerso en una intensa conciencia de su cuerpo -»Estaré allí, pesaré sobre el piso. Soy»- de su ser y de la existencia que lo rodea por todas partes «densa y pesada y dulce.» Poco después redefinirá también también la Náusea: «de vez en cuando los objetos se ponen a existir en la mano», una Náusea que ya no debe soportar: «ya no es una enfermedad: soy yo.» Más tarde, mientras está sentado en un parque observando la raíz de un castaño, comprenderá qué quiere decir «existir.» De ordinario -piensa- la existencia se mantiene oculta; las cosas, a nuestro alrededor, se presentan como un decorado, y su carácter de existentes nos parece «una forma vacía que se les agrega desde fuera, sin modificar su naturaleza.» En cambio, es «la pasta misma de las cosas; aquella raíz estaba amasada en la existencia», al igual que él. Los árboles, la fuente, otro hombre allí sentado, él mismo, son «un montón de existentes incómodos»; incomodidad derivada del hecho de no tener ninguna razón para estar allí. Ha llegado al Absurdo como «clave de la Existencia, de mis Náuseas, de mi propia vida.» El mundo de las explicaciones racionales no es el de la existencia: «un círculo no es absurdo, pero un círculo no existe.» La raíz, en cambio, existe, y su existencia no puede ser explicada.  «Por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es simplemente estar ahí. Cuando uno llega a comprenderlo se le revuelve el estómago: eso es la Náusea.»
          Conciencia del «estar ahí» (arrojado al mundo, e-yecto, dirá Heidegger, en cuyas ideas Sartre se formó; siendo para sí, constituido en pro-yecto, modificará Sartre), conciencia que al mismo tiempo lo es de su contingencia: «todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad, y muere por casualidad.» «Ni siquiera podía uno preguntarse de dónde salía todo aquello, ni cómo era que existía un mundo en vez de nada.» Esta conciencia, que aún no ha asumido la responsabilidad de ser/actuar, experimenta el vacío, la sensación de vivir para nada, y la angustia subyacente. Está solo y es libre -se dice Roquentin. «Pero esta libertad [que todavía se pone excusas para no actuar] se parece un poco a la muerte» Desembarazado de la inútil biografía, y también de la ilusión amorosa tras un reencuentro que sigue siendo desencuentro, sin saber qué hacer, decide regresar a Paris para ser «un burgués rechoncho» que se siente existir pero no existe para nadie.

          Aquí se reproduce, aunque ya a un nivel total de comprensión, la escena del café. Mientras se despide de sus escasos conocidos, Antoine pide que pongan nuevamente el disco del rag-time. Estremecido, comprende que quisiera arrojar fuera de sí esa absurda existencia, «purificarme, endurecerme, para dar al fin el sonido neto y preciso de esas notas de saxofón.» Intuye que más allá de lo existente y del tiempo, esa melodía persistirá siendo la misma, siempre, como una especie de milagro. Imagina al compositor, un americano inmerso en humo, sudor y whisky, y sintetiza su impresión: «Hizo esto». Tal vez tuvo problemas, decepciones, malos momentos... pero «hizo esto». Y entonces él, un hombre desesperado, incapaz hasta entonces de encontrar en sí o en lo externo nada a lo que aferrarse, percibe la posibilidad de la acción «salvadora». La angustia no tiene por qué ser paralizante; al contrario: puede resultar motivo y fundamento para que, responsabilizándose de sí mismo sin excusas, el hombre sea capaz de actuar, hacer, hacer-se, crear-se. Por última vez, escucha a la negra cantar el estribillo. El americano y la negra: «dos que se han salvado. Salvado. Quizá hasta el fin se hayan creído perdidos, ahogados en la existencia. Y sin embargo, nadie podría pensar en mí como yo pienso en ellos, con esta dulzura.» La salvación radica, entonces, en el actuar que dota al existir de una finalidad. El hombre (proyecto, existencia no definida) deviene aquello que él mismo conforma a través de sus actos; el destino -como Rilke había ya intuído- no es algo que nos llega desde fuera: arranca de nosotros mismos. Descartado todo elemento supra-humano, le corresponde a cada hombre dotar de sentido y valor a su vida, y así trascenderse dentro de lo humano, «purificándose» de un existir sin objeto.

          «La negra canta. ¿Entonces es posible justificar la propia existencia?» «¿No podría yo intentar...? Naturalmente, no se trataría de una música... ¿pero no podría, en otro orden...? Tendría que ser un libro; no sé hacer otra cosa.» Justificar la propia existencia, responsabilizarnos de nuestra vida y libertad, comprometiéndonos en y con la propia acción, que es nuestra única realidad. Ese libro, que encarna para Roquentin la posibilidad de justificación, ya no será una biografía, sino una historia en la que «habrá que adivinar detrás de las páginas, algo que no exista, que esté por encima de la existencia. Por ejemplo, una historia que no pueda suceder, una aventura.» Tal vez, si tiene talento, pueda escribirlo; entonces la gente lo leerá y «pensará en mi vida como yo pienso en la de esa negra: como algo precioso y legendario.» El libro, como el rag-time, seguirá siendo el mismo, siempre. Fuera del tiempo, del inexorable fluir de instantes irrepetibles. Porque nosotros solamente tenemos el presente, pero la obra -la acción- posee la capacidad de perdurar.

          «Al principio sólo sería un trabajo ./. no me impediría existir ni sentir que existo. Pero llegaría el momento en que el libro estaría escrito, estaría detrás de mí, y pienso que un poco de claridad caería sobre mi pasado.» Algún día -piensa Roquentin mientras espera la salida del tren para París- recordará esa hora y se dirá que fue entonces cuando todo comenzó. «Y llegaré -en el pasado, sólo en el pasado- a aceptarme.»