viernes, 29 de junio de 2018

PAISAJE CON FIGURAS


Declara Simone de Beauvoir -creo que en “Los mandarines”- que si bien un escritor no podrá nunca decir todo, sí debe realizar el intento de expresar el gusto de su propia vida.  Cada existencia, dice, tiene un sabor personal, solamente suyo, que es preciso transmitir al lector; de lo contrario no vale la pena escribir. Esta afirmación me resultó siempre sorprendente. Yo hubiese dicho: el sonido, la textura, quizás el matiz. Pero… ¿el gusto?

Es verdad que algunas veces hice un uso metafórico de impresiones sensoriales para referirme a mi existencia: áspera; punzante como material no desbastado; fría… pero solo de manera circunstancial (y exagerada). No se me ocurre ninguna característica capaz por sí sola de definir mi vida. ¿Cómo podría entonces personalizarme ante aquel hipotético lector? ¿Qué clave debería transmitirle para reseñar esto que soy? 

Mi semblanza habría de ser en parte literario-teatral (con un pretendido trasfondo existencial hiperdramático, por supuesto), en parte plástica (y nuevamente teatral por escenográfica). Ritmos, pues: orden, proporciones de las formas visuales; cadencia y resonancia de las palabras. Apelaría entonces a la mirada y el sonido: visión de una perspectiva incompleta, el atisbo de un panorama interior. Abstracciones de formas, gama fría, tonos suaves…: un paisaje con figuras sobre el que sobrevuela una música incidental. (¿Otra vez cartón piedra, pintado telón de fondo? No importa.) Con un cielo impresionista de extraña luz pálida que evoca inviernos y neblinas, y una campiña cargada de gruesos empastes de blanco de plata. 

Sí, mi vida podría, hasta cierto punto, caracterizarse así, pero… ¿lograría yo expresar todo eso? Fijar unas peculiaridades en un esquema inmutable para después transmitirlo… ¿me atrevería? Creo que no, pues implicaría darlo por terminado y completo sin posibilidad de corrección, y mi existir es tránsito, un fluir impregnable que todavía busca su forma. En el escenario de mi visión interior, más cinematográfico que pictórico, todo es decurso, cambio, no hay lugar para empastes inamovibles. 

Melancólico, entrañable paisaje. Las figuras son apenas siluetas anónimas de contorno impreciso, apenas un punteado oscuro: esbozo de personajes en busca de director. Y aunque hayamos renunciado al efectista blanco de plata, incluiríamos quizás una lejanía de bonitas montañas verdiazules, a la manera de Brueghel. Pero no, no tengamos pretensiones de Big Art, pues hay otra imagen que asoma, insiste tercamente y se impone poco a poco: una escena más íntima y simple. Mar, resacas, arena susurrante, y una única presencia, familiar y sin embargo extraña…

Solitario niño viejo jugando en la orilla de una playa pretérita toda azules y oros, atento a la voz serena de las olas, a su antigua, nostálgica salmodia. En sus manos relucen húmedos cantos rodados, conchillas, fragmentos de vidrio que el rodar ha pulido. Cada uno es un trofeo: la huella fósil de algún mínimo y remoto naufragio, pero también el recordatorio de un diáfano momento de alborozo. La mirada, vuelta hacia adentro, deambula extraviada en su espejo más íntimo.

Ah, crío descuidado… a tu lado pasan pájaros sonoros, grumos de sombra violácea que las nubes siembran, la tarde misma, traslúcida y en calma. No miras. Interrogas muy serio al abismo, ávido de conocer. Y sin embargo todas tus preguntas y también sus respuestas, se entremezclan permanentemente con la caricia de la brisa que encrespa el oleaje, con el  omnipresente aroma del mar y el breve crujir de la espuma entre los dedos. Dunas,  ribera, niño y el viento… todo es uno, y en todo pulsa el tiempo intransigente.

jueves, 28 de junio de 2018

COSÌ



Hoy asistiremos a la representación de una ópera ambientada en la Nápoles del siglo XVIII, patria de Luca Giordano, la canzone y la pizza. El escenario nos muestra una lujosa villa al borde del mar. En la sala, una mesa engalanada con candelabros de plata y flores, fastuosamente servida, permite presentir un evento especialísimo. Y en efecto, dos encantadoras damas ferraresas se disponen a contraer matrimonio (falso) con dos apuestos (y falsos) caballeros albaneses. Todos alzan las copas en un brindis que, dada la ocasión, podríamos suponer festivo. Suena la música… pero absolutamente nada de alegre podemos apreciar en el breve canon que sigue o en su texto, sino la melancolía sin equívocos, la delicada tristeza teñida de desencanto del Mozart final.

            En el  tuo, nel  mio bicchiero
            Si sommerga  ogni  pensiero
            E  non resti  più memoria
            Del  passato  ai  nostri cor

¡Que no permanezca en nuestros corazones ninguna memoria del pasado!  Idos para siempre los preciados recuerdos y con ellos la nostalgia que desencadenan. Desaparecidos los errores, debilidades, claudicaciones… la mala fe. Olvido eterno, además –y principalmente en el caso de esta supuesta comedia- de la deslealtad hacia los seres amados, forma exterior de la traición a nosotros mismos.

Sin embargo… ¡alto! Ese ayer que se pretende anonadar, no es solamente nuestra más preciada posesión, sino también el entero basamento de lo que somos hoy, y por lo tanto de lo que llegaremos a ser mañana. Renunciar a él podrá evitarnos, sí, las torturas del infierno interior –único real y sin duda crudelísimo- pero no significará “salvación” sino únicamente la pérdida de nosotros mismos. ¿Entonces?

Entonces no queda otra vía que la que siempre tuvimos delante -vista, resabida y no obstante rechazada con insistencia-: la aceptación. Aprender a vivir con nuestros fallos, renuncios, culpas, miedos. Como habrían de hacerlo esas atolondradas damas ferraresas y sus amantes, si tan singular historia hubiese tenido continuación: asumiendo responsablemente sus vidas con toda su luz y su oscuridad. ¿Qué otra redención podemos alcanzar, excepto la de ser  fieles a nosotros mismos y nuestras convicciones?

Finis coronat opus: la fábula napolitana culmina de manera agridulce. Es un cuento, de modo que cada uno puede interpretar libremente ese final, o incluso recrear a su gusto todo el argumento. En la vida las cosas son más complejas, y el finiquito de cada peripecia individual, sea imprevisto o anunciado, resultará inmodificable, no pudiendo ser tarea nuestra registrar su crónica.

Regresando a Mozart y a un desenlace muy diferente, optamos por retrotraernos a la propuesta de Fígaro en sus “Bodas”: “Per finirla lietamente e all’usanza teatrale…”  Finalizar alegremente, sí, o por lo menos con una sonrisa. Y ahora, antes de que caiga el telón, digamos nuestro monólogo de la mejor manera posible. Es lamentable, pero nadie nos proporciona un texto adecuado ni dirige ensayos; tendremos que improvisar, evitando tartamudeos. La escena es harto breve, así que no perdamos más tiempo: actuemos.

miércoles, 27 de junio de 2018

OTREDADES


Asta, personaje de una novela de Barbara Vine, es una mujer danesa que vive en Londres. Aún no habla bien inglés, no puede comunicarse y se siente sola. Por dicha razón -que es, según nos dice, “una de las peores cosas que he de soportar en este horrible país extranjero”- decide llevar un diario. Este –cree ella- aliviará su soledad al proporcionarle “alguien con quien hablar” y además le permitirá “contar historias.” Sí, le agrada relatarse a sí misma todo tipo de anécdotas “tanto verdaderas como inventadas”, para evadirse de una realidad poco gratificante.

Contarse historias, en especial si son imaginarias:  una habitual tendencia  de la especie, preponderante en la infancia gracias a libros, revistas, cine. Más adelante habrá play stations, fantasías sexuales, juegos de rol… ¿Y qué son las ilusiones sino más de lo mismo, fabulaciones, castillos de naipes? Con porciones del mundo real o sin ellas, nos fabricamos un universo sustitutorio cumplidamente placentero, confeccionado a medida como un traje.  Un disfraz, que transforma nuestro yo en Otro.

Está en la naturaleza de las cosas que el crío que lee a Salgari pretenda ser el Tigre de la Malasia. (Salgari, sí; soy antiguo. Es de suponer que hoy leerán Harry Potter.)  Todos hemos deseado  alguna vez devenir otra persona, alguien mítico capaz de realizar obras superlativas. Aquello que somos y hacemos no logra colmarnos.  Falta algo. O sobra.

Recóndita tentación de la otredad. Ambigua, curiosa también: el mismísimo Superman, paradigma del Héroe sin par ¿acaso no ha querido múltiples veces, a lo largo de su dilatada carrera de papel coloreado, ser un terrícola  normal y corriente? Ironías: el ser mítico tiene siempre un elemento diferencial, un atributo que lo destaca. Es el Otro por antonomasia. Pero en esa cualidad que le confiere grandeza, reside al mismo tiempo su miseria, pues aquello que nos distingue también nos discrimina, nos singulariza: riesgo considerable en una sociedad que abomina de quienes se apartan del rebaño.

martes, 26 de junio de 2018

LA VIDA


What  might  have been  and  what has been
Point to one end, which is always present.

Lo que pudo haber sido y lo que ha sido
apuntan a un solo fin, siempre presente.

                             T.S. Eliot: “Burnt  Norton”





Toda vida es una historia, un relato potencial.  Y un sueño, sugería Calderón; idea que podemos aceptar en cuanto que estos siguen también un guión, desarrollan un argumento. Y qué fuerte realidad tiene para nosotros ese espectáculo que nuestro inconsciente nos organiza; como trompe l’oeil resulta eficacísimo. Sin embargo, los sucesos que representa son ficticios. Por tanto, si Calderón estuviese en lo cierto ¿qué certeza podríamos tener, de que los aparentes hechos de nuestra vida han sucedido verdaderamente?  Vaya… hete aquí que ha brotado una sospecha que puede desasosegarnos. Veamos si nuestra fabulosa cultura resulta útil para contrarrestarla.

Lo primero es recurrir a Descartes: el conocimiento recibido a través de los sentidos  suele ser erróneo; es necesario dudar sistemáticamente de todo, etcétera. Vale. Claro está que, si nos metemos con la filosofía, hay que tener cuidado de no liarse. Aristóteles dice que sin experimentación no hay verdad, pero luego aparece Kant afirmando que todos los objetos de nuestra experiencia son meras representaciones.  Espacio  y tiempo como características que la mente impone al sujeto cognoscente, que soy yo… eso me gusta. Pero antes estuve de acuerdo con la duda metódica, de modo que para ser consecuente  debo admitir  que  lo afirmado por el  prusiano puede ser  realmente así…  o no. Para colmos, luego hay que tener en cuenta a Bergson, Russell, Ortega, los realistas, materialistas, positivistas… Y todos con argumentaciones diferentes e inclusive opuestas.  No, no, basta, los seres humanos no podemos soportar tanta realidad:  eso también lo dijo Eliot, que era sujeto cognoscente al igual que Kant y yo.

Dejo de lado toda doctrina, aunque no puedo resistirme a la tentación de quedarme con aquello de la “mera representación” (interpretación, escena, trama). Con ello vuelvo atrás, al trampantojo que aparenta ser real, a la realidad polifacética, intrincada.

Estamos hechos de tiempo, sostiene Borges. Y cada instante es un aleph de instantes, abriendo una multiplicidad de posibles universos coexistentes, infinitas vías al poder ser. Unas se realizan, otras se convierten en pudo-haber-sido. Tiempo, momentos. Cada uno es  una burbuja iridiscente que destella cálida, cerrada.  Veloces reflejos circulan  de una a otra procurando componer una imagen coherente; rebotan zigzagueando, colisionan, se rozan, deflagran.  Pero el mullido interior, el hueco donde cada cosa madura y se completa o fracasa, permanece clausurado.

¿No hay nada que las amalgame? ¿Existe en verdad  un decurso ordenado, en esa danza de alocadas esferas brillantes? ¿O todo es sincrónico, aleatorio, puro espejismo? Y en tal caso  ¿puede haber realmente una “historia”  mía, tuya o de alguien cualquiera?   Que tal  maremágnum semeje ser una serie de acontecimientos, enlazados de modo lineal a través de un espacio y con una duración, no implica que en efecto sea así.

Reflejos. Líneas huidizas que se precipitan unas sobre otras para separarse de inmediato. Y nosotros, sujetos cognoscentes con apetencias de totalidad, tendemos las manos hacia ese inestable resplandor. Asiendo atropelladamente retazos de su luz, construimos con ellos un mínimo bosquejo y, satisfechos, llamamos a eso “la vida”.