domingo, 23 de diciembre de 2018

NOCTURNO


La noche. Voz, ninguna.
Bill Evans
tocando para mí.
Lloviznas
finísimas. Aceras
frías, solas. Y gentes, coches, gentes,
reflejos huidizos
pasando,
pasando.

Esquiva
noche,  pasando. Algo
oscuro,
tan oscuro, tan solo
aunque mío, pasando,
en mí, por mí, conmigo.

Pero ningún sentido.

Tú no volverás nunca.

miércoles, 25 de julio de 2018

LO MIO



Estoy aquí, en lo mío.  En esto diminuto, intrascendente, casi sin sustancia que llamo “lo mío” como si eso fuese una definición total, concluyente y fácilmente comprensible. Estoy en lo mío porque soy yo (esto último me parece casi indudable, dentro de ciertos límites) y no podría estar en otra parte. Aunque… no es seguro que deseara estar en otra parte. (De hecho, ni siquiera es seguro que deseara estar.)

Vivo encaramado a un espléndido árbol otoñal de lustrosas hojas rojidoradas, en el que solo el viento del crepúsculo anida. Existo completamente absorto, analizando mi entorno con una curiosidad apasionada (aunque tan breve que en ocasiones linda con el descuido). Observo fijamente un pájaro que explora el ramaje con ojos saltones, o el vertiginoso escabullirse de un insecto, un movimiento de tal intensidad que parece un fin en sí mismo. Vigilo, aguardo, busco. ¿Qué? No lo sé. Algo importante, significativo, que ha de ocurrir o no.

Enajenado en esa espera, estudio, verifico, catalogo, soy. La estructura viviente de una hoja –abanico de nervaduras por las que borbotea su sangre verde- o su piel firme, tersa, pueden dar origen a una atención especialmente reflexiva e intensa, hasta que otro estímulo potente hace eclosión y se impone descartando al anterior. Siendo tantos y tan variados dichos acicates, la contemplación deviene incesante, variada y muy provechosa.

Suele reprochárseme que el permanente desplazamiento del objeto de estudio vuelve incompleto cada uno de los exámenes. Pero eso a mí no me preocupa. Soy hombre paciente; no tengo ninguna prisa por recopilar todos los datos empíricos ni por arribar a conclusiones. No obstante, que no se confunda con displicencia esta total amplitud de miras. No, no. no. Tomo muy en serio mi investigación, considerando cada fenómeno como una manifestación esencial que es imprescindible, apremiante conocer y explicar. Y procuro extraer de ella un significado preciso (por más que yo no alcance a identificar las razones de tal apremio.)

Bien sé que esta metodología experimental conlleva contrariedades.  La celeridad del proceso de exploración puede solapar imágenes, produciendo una mezcla por completo aleatoria de relaciones causales.  Y admito que así podría desarrollar asombrosas hipótesis acerca del pájaro, originadas por el insecto. O viceversa. Pero me da igual; como lo más probable es que nada de lo real tenga sentido, estas confusiones carecen de importancia. (Además considero que el azar puede enriquecer los resultados, dotándolos de un toque de singularidad capaz de despertar el interés por la Ciencia en la gran masa ignara, siempre pendiente de lo insólito.)

Me parece pertinente aclarar aquí que, en caso de no descubrir en las inmediaciones ningún ave, artrópodo o cualquier otra especie de animal, tanto invertebrado como vertebrado (sin descartar los mitológicos), yo lo invento. Naturalmente esto supone mayor esfuerzo, pues ya se sabe lo complicado que llega a ser encontrar significados relevantes en cosas imaginarias. (Aunque, muchas veces, estas son las únicas que pueden significar algo.)

Señalo también que mi interés científico nunca se centra en el tronco. Me mantengo trepado a él, de modo que carezco de la necesaria perspectiva, y de ninguna manera estoy dispuesto a descender para apreciarlo correctamente. Temo muchísimo -¡torpe y viejo de mí!- ser incapaz de  subir de nuevo. Además ¿qué sucedería si, al apearme, constato que también el árbol es figurado? No podría encaramarme a él. (¿O sí? Querer es poder, dicen las gentes.)

En ocasiones me he planteado que semejante labor analítica es inconducente,  pues debo admitir que nunca aprehendo nada en profundidad. Pero no me desanimo. No soy hombre que se desanime con facilidad. El reconocimiento de la dificultad del aprendizaje es inherente a la voluntad de aprender. Que aprender no sea factible, no invalida esta proposición.  Los proyectos más fútiles son precisamente los que exigen más dedicación y sacrificio.

Finalmente subrayaré que la total imposibilidad de un plan, cualquiera sea, es tal vez la razón más válida para intentarlo. O la única. Por todo lo que antecede, estoy en lo mío. ¿Dónde, si no?

lunes, 23 de julio de 2018

GINGER & FRED


Matinés de la infancia, memoria toda en claroscuros. 

En la sedante penumbra de la sala - mi sanctasantórum- destaca apenas el alargado rectángulo blanco donde la magia va a iniciarse. Rasgando el espacio, brota entonces de lo alto un deslumbrante y movedizo haz luminoso, al tiempo que comienza a sonar una jubilosa melodía. Como una bruma incandescente, el cambiante resplandor se precipita sobre aquella fecunda blancura, que de súbito cobra vida desplegando en dinámicas luces y sombras un hipnótico universo atemporal,  poblado por entrañables espectros.

Temprana iniciación a los símbolos: el león rugiente, la Tierra girando en medio de un círculo de estrellas… los primeros significados compartidos. Rostros y figuras inmediatamente reconocibles: Laurel y Hardy, John Wayne, arquetipo del “cowboy” o la enigmática sonrisa de Garbo. El suspenso repetido semana tras semana en las aventuras en episodios de quince minutos –tardes de jueves con mucha emoción y chocolatinas- cuando Flash Gordon corría un peligro mortal (y nosotros temblábamos, aunque sabíamos perfectamente que no podía morir). ¡Cuántas cosas!

Pero hoy, el carácter risueño de aquella musiquilla me sugiere otra cosa: pasos de baile, claqué. Una pareja refugiada en un pabellón mientras afuera llueve torrencialmente. La chica rubia, demostrando que se puede ser guapa incluso enfundada en un absurdo traje de montar; el hombre, un tío enjuto de barbilla puntiaguda y cabello escaso, que de pronto se transmuta en pura elegancia de movimientos: Ginger Rogers y Fred Astaire.

Claro está que podemos buscar algo más espectacular e impactante; algo como un lujoso aunque poco verosímil hotel Art Déco, en una Venecia de cartón piedra tan disparatada como solo Hollywood es capaz de concebir. Con los primeros compases del famoso tema de Irving Berlin “Cheek to cheek”, plano general de la terraza al borde de un hipotético canal que agota todos los adjetivos. La cámara se acerca despacio a la mesa donde la rubia conversa con una amiga, momentos antes de que haga su entrada Fred. Está a punto de ocurrir lo que todos estamos esperando desde que vimos la belleza de Ginger realzada por un vaporoso vestido de flecos de marabú: entra Fred, de etiqueta, y comienza a cantar “Heaven, I’m in heaven…”  Y luego, prestancia,  maestría… hasta llegar al mirador -mármoles y balaustrada sobre fondo de entremezcladas siluetas vegetales-  donde se desarrolla el gran número final. Entonces… estilo, levedad, gracia, embeleso: un puro sortilegio.


Alquimia sin imposibles; confiada seducción en blanco y negro promocionando un        macrocosmos que funcionaba de acuerdo a reglas sencillas y justas, como debe de ser. Todo nítidamente definido: los buenos eran buenos y los malos, malos, sin medias tintas.  Era tan simple saber cómo actuar. Y por supuesto, no importaba nada que el villano fuese tan astuto y  poderoso como el perverso Emperador Ming: el Mal jamás podría triunfar. Es cierto que en ocasiones las cosas se complicaban muchísimo –ah, sí: la vida no es siempre fácil- pero al final todo se solucionaba pues, como sabemos, los Grandes Valores –Bondad, Honradez, Coraje- prevalecen si somos valientes y confiados. El muchacho conquistará a la chica, Cenicienta hallará su príncipe y cada patito feo se transformará en cisne.

(Pero todo embeleso tiene su término: “Seem to vanish like a gambler’s lucky streak”. The End y las luces volvían a encenderse, se tornaba  inevitable salir a la calle, regresar a nuestra casa, a nuestra vida. Y no queríamos eso. No.)


Brillantes musicales de los años 30… En plena Gran Depresión y después durante la guerra, cumplieron el cometido de apaciguar al sufrido pueblo llano con una versión rejuvenecida de los viejos cuentos de hadas, exhibiendo el mundo del Príncipe Azul, naturalmente, no el de Cenicienta.  Mediante el estímulo de su irrealidad  gratificante, jubilosa, ofrecieron por módico precio el frágil ensueño de compartir una dicha en estado puro. Esperanza… otra ilusión con luces y sombras.



The charm about you will carry me through…  Poco o nada queda, en este siglo XXI,  de aquel mágico esplendor. Sin embargo, mientras mi tiempo dure, puedo volver a iluminar el suyo una y otra vez a voluntad. Acciono el mando a distancia y… ¡Acción! Una terraza al borde de un artificioso canal. Entra Fred. Heaven, I’m in heaven…  Y entonces ellos danzan, danzan, danzan para mí, ya solamente para mí.  And I seem to find the happines I seek…


sábado, 7 de julio de 2018

ARENA DE LOS DIAS


Una vez más invito a mi lector –hipotético, mas por lo mismo paciente- a navegar por el espacio y el tiempo para un nuevo encuentro con Eleanor Pargiter. A una hora muy avanzada de la noche, durante la fiesta veraniega de su familia –a la que asistimos ya en Apuntes sobre “los Años” de Virginia Woolf- nuestra ya anciana amiga rememora, ensimismada, su vasto pasado. “Mi vida, se dijo Eleanor. En realidad no tengo vida propia. ¿La vida no debiera ser algo que uno pudiera producir y dominar? Una vida  de más de setenta años. Pero yo sólo tengo el momento presente. Y ahora, allí estaba, viva, escuchando un fox-trot.”

Más de setenta son muchos años, sí. Complicado evocarlos todos. La memoria bucea, escarba atrapando añicos de conversaciones o lecturas, pedacitos de figuraciones, atisbos de escenarios ya remotos… Algunos de esos vislumbres, deformados, se extravían y naufragan; pero otros aparecen, crepitan y estallan, colorida  pirotecnia que cuaja en una cálida remembranza apenas velada por el peso de la edad.

Solo tenemos el momento presente, es cierto. Tiempo. Pulidas burbujas de instantes, ofreciéndose. Ascienden, giran, revuelan: danza alocada que ya tiene establecido su final. Nuestro aliento configura su diáfana redondez. ¿Basta eso para poder afirmar que, como deseaba Eleanor, las dominamos? No un dominio permanente, en cualquier caso. Con harta frecuencia nos comportamos irresponsablemente frente a nuestro caudal de días; nos parece casi eterno, incalculable como las arenas de un desierto. Entonces arrojamos a lo alto puñados de granitos brillantes y decimos al viento que pasa y no vuelve: “¡Llévatelos! Esto no es lo que yo quería.” Y el aire sopla y vuela, sopla y lleva mientras el sablón se arremolina, resbala en desbandada, perdido, y la duna se puebla de oquedades oscuras.

Pero nos hemos apartado de Eleanor, quien, mientras escucha el fox-trot, se entrega a sus recuerdos, plenamente consciente del largo camino que su existencia ha recorrido. “Quizás haya un ‘yo’ en el centro de esa vida, pensó: un nudo, un centro.” También North, por su lado, está pensando en dicho núcleo: “La sabrosa nuez. El fruto, la fuente que todos llevamos dentro; por lo tanto ¿a santo de qué ponernos un caparazón encima?” Aunque él mismo llega a una respuesta: “[porque] cada uno de nosotros  teme a los demás.”

Un meollo escondido, privado, intocable y alrededor el caparacho protector que nos permite replegarnos; pues aquella “nuez” es enormemente vulnerable -o eso pensamos- y tememos exponerla a miradas indiscretas. Una endeble autoimagen puede jugarnos muy malas pasadas,  llevándonos a dar por ciertos los mil fallos y deformidades que nos presenta. Entonces, menoscabados ante nuestros propios ojos, intentamos defendernos aplicando subterfugios, cosméticos;  enterrando nuestra coraza bajo una gruesa capa de maquillaje, sustituimos  aquello que nos parece deforme por otra apariencia igualmente falsa, igualmente dolorosa para nosotros, pero bonita, complaciente. Es el “Vestir al desnudo” pirandelliano: cubrir la desnudez con una vestimenta admisible, aunque sea una impostura. Creamos así una actitud que acaba anquilosándose y ya no podemos librarnos de ella. Y todo por pundonor o por miedo.

Un Yo dubitativo, enfrentado a la crítica del Otro… difíciles componentes para una ecuación muy compleja. Es como fijar el rumbo con instrumentos rudimentarios en medio de una mar encrespada,  a merced de todas las corrientes. Y en estas piensa North cuando expresa un anhelo que todos hemos hecho nuestro alguna vez: tener “una vida que siga el ejemplo del cohete, de la fuente que salta con fuerza; otra vida, una vida diferente” para luego poder “avanzar; ser la burbuja y la corriente, yo y el mundo juntos.” Una vida diferente: de nuevo el inoperante deseo, variante quizás del suplicio de Tántalo. Y luego, el fin de la singularidad y la desavenencia: la unión con el mundo: yo y el Otro conjuntados. Aunque North es inmediatamente frenado por su deficiente autoimagen: “¿Cómo puedo hacerlo, yo, si no sé qué es lo sólido, qué es verdad en mi vida, en la vida de los demás?”

Ah, sí,  solidez, verdad, realidad objetiva… necesitamos certidumbres, saber discernir, estar seguros de algo. Sobre eso reflexiona Eleanor cuando la fiesta familiar está llegando a su fin. “Forzosamente ha de haber otra vida, aquí y ahora. Esto es excesivamente breve, excesivamente fragmentado. Nada sabemos, ni siquiera acerca de nosotros mismos. Sólo comenzamos a comprender, pensó, ahora esto, ahora aquello.” Sí, deberíamos –por lo menos- asimilar el mundo en cuyo entorno creamos con esfuerzo nuestro hueco. Pero apenas vemos porciones, esquirlas, y la totalidad no es ni siquiera imaginable. Cuántas veces resultamos extraños ante nuestros propios ojos… ¿Cómo, pues, pretender asomarnos a la incógnita de los otros?

Sintiendo que está a punto de aprehender “algo que se le escapaba por muy poco”, nuestra protagonista ahueca sus manos como deseando “encerrar en ellas el momento presente; retenerlo; llenarlo más y más, con el pasado, con el presente, con el futuro, hasta dejarlo esplendente, íntegro, con profunda comprensión.” Colmar el huidizo instante, enriquecerlo, pulirlo de modo que el ayer más remoto y el incierto mañana –la vida vivida y la fantaseada, las rutas que escogimos seguir y las que abandonamos- se unan en él profundamente imbricadas, formando un todo multiforme y único. También es así como, a través del reiterado exorcismo de estas páginas, yo y todos los yo-otro que laten empecinados, en pugna siempre por tomar la palabra, podríamos llegar a ser uno, plural y solo.

Sin embargo, cuando Eleanor desea compartir sus sentimientos –unirse con los otros- no lo consigue.  “Es inútil, pensó abriendo las manos. Ha de caer. Ha de caer.”  No es posible retener el instante.

“- ¿Y ahora qué?
Ofreciendo ambas manos a Morris, Eleanor repitió:
 -¿Y ahora…?”