domingo, 18 de agosto de 2013

GINGER & FRED

Memoria en claroscuros.

Emergiendo de la penumbra de la sala, refugio y sanctasantórum de mi infancia, el alargado rectángulo blanco -compendio de toda magia-, cobra vida al tiempo que suena una alegre melodía. En lo alto, descendiendo como una bruma incandescente hacia aquella fecunda blancura, el cono de movediza fulguración opalina despliega en luces y sombras un hipnótico universo sin edades, poblado por infinitos espacios mudables.  
Temprana iniciación a los símbolos: el león rugiente; una torre gigantesca encaramada sobre el planeta, irradiando señales de radio; la Tierra girando rodeada de estrellas... un puñado de significados compartidos. Y la música: imagen y sonido unidos en mi recuerdo. Rostros y figuras inmediatamente reconocibles: Laurel y Hardy, el «cowboy» John Wayne, la enigmática sonrisa de Greta Garbo. Las historias de aventuras en «episodios», en las que el «muchachito» estaba siempre en peligro mortal; el suspenso trasladado de semana en semana -tardes de jueves con chocolatinas y emoción- aunque todos sabíamos que no podía morir... ¡Cuantas cosas!
 
Pasos de baile en un pabellón mientras afuera llueve torrencialmente; una pareja: la chica rubia demostrando que se puede ser guapa incluso llevando un absurdo traje de montar; un tío enjuto, de barbilla puntiaguda y cabello escaso, que de pronto se transforma en pura elegancia en movimiento. Ginger y Fred.

 
Con los primeros compases de una melodía de Inving Berlin, plano general mostrando una suerte de terraza al borde de improbable canal, en un lujoso aunque poco verosímil hotel Art Déco de una Venecia tan imposible como solamente Hollywood es capaz de concebir. La cámara se acerca lentamente a la mesa donde Ginger/Dale conversa con su amiga Helen Broderick/Madge, momentos antes de que haga su aparición Fred/Jerry. Luego ocurrirá lo que todos estamos esperando desde que vimos la belleza de Ginger realzada por un vaporoso vestido de flecos de marabú y a Fred vestido de etiqueta: él comienza a cantar «Heaven, I’m in heaven...» Y qué maravilla, ella, cómo mira, cómo escucha mientras dan unos pasos, enlazados, apartándose del resto de bailarines. Cuando Fred deja de cantar y la orquesta se exalta en crescendo, director artístico y productor tienen un instante de total delirio: un decorado tan descomunal como extravagante -falsos balcones, columnas, escaleras que no llevan a ninguna parte- y semejante despliegue sólo para ser atravesado, girando, hasta el escenario definitivo del gran número final: terraza semicircular con suelo de presunto mármol y balaustrada sobre un fondo de entremezcladas siluetas vegetales. Entonces... estilo, levedad, gracia, encanto... un puro sortilegio.

Confiada seducción en blanco y negro, alquimia sin imposibles. Un mundo que funcionaba de acuerdo a reglas simples y justas, como debe ser. Nadie podía llamarse a error o dudar; todo estaba claramente definido: los buenos eran buenos y los malos, malos, sin medias tintas. Y, naturalmente los malos recibían su castigo por astutos y poderosos que fuesen. Es cierto que en ocasiones las cosas se complicaban muchísimo -¡ah, sí, la vida no es fácil!-, pero todo acababa por solucionarse si éramos valientes y confiados, pues el talento y los Grandes Valores -la Bondad, la Honradez- triunfan siempre. Por eso el esquema chico-busca-chica terminaría en boda, Cenicienta encontraría a su Príncipe y todo patito feo se transformaría en cisne. Era tan sencillo saber cómo actuar.
 
 
Seem to vanish like a gambler’s lucky streak. Dulce embeleso de las imágenes en la sedante medialuz. Afuera, luego, mi calle, mi casa, la penumbra de mi habitación, de mi vida. Afuera, las reglas simples y justas no se cumplían, todo estaba patas arriba, inextricablemente confuso, ambiguo, duro. Subversión, sí: una subversión pura. Ah, no. ¡NO!

Aquellos musicales de los años 30 fueron particularmente lujosos, brillantes, dinámicos, gozosos. Debían serlo para cumplir su función en plena Gran Depresión. Mostraban el mundo del Príncipe Azul, no el de las hermanas de Cenicienta, y mucho menos el de ésta; y lo hacían incorporando el estímulo de su irrealidad gratificante, la posibilidad de la Dicha en estado puro -así, con mayúsculas-, la frágil promesa de un futuro feliz. Es decir, la esperanza... otra ilusión.
Dance with me, I want my arms about you... Están todos muertos. Nada queda ya de aquel esplendor. Y sin embargo, mientras mi tiempo dure, ellos estarán conmigo. Acciono el mando a distancia y vuelven a bailar para mí -¡ya solamente para mí!- una y otra vez. Luego, la realidad, el regreso a mí mismo; pero ahora ese retorno no lastima. Un presente mágico -incluyendo la fácil promesa de un futuro mágico- renueva su viejo encantamiento, ya sin pagar peaje a la salida.
¡Acción! Plano general mostrando una suerte de terraza, al borde de un imposible canal; entonces, estilo, levedad, gracia, encanto... un puro sortilegio. Ginger y Fred danzan, danzan, danzan, danzan... Will carry me through...