lunes, 25 de febrero de 2013

ARENA DE LOS DIAS

       Una vez más deseo invitar a mi paciente aunque hipotético lector, a viajar en el espacio y el tiempo para un nuevo encuentro con los Pargiter, y concretamente con Eleanor que, muy tarde en la noche durante la fiesta veraniega del clan, a la que ya hemos asistido, rememora ensimismada su pasado. Sally le ha dicho que ella y North han estado hablando de su vida.

       «Mi vida, se dijo Eleanor. En realidad no tengo vida propia. ¿La vida no debiera ser algo que uno pudiera producir y dominar? Una vida de más de setenta años. Pero yo sólo tengo el momento presente. Ahora, allí estaba, viva, escuchando un fox-trot.»

       Más de setenta son muchos años, sí. Imposible evocarlos todos; la memoria bucea, escarba, atrapa imágenes, añicos de conversaciones o lecturas, el vislumbre de remotos escenarios... fotogramas. Pero casi siempre hay algo que se escapa, se extravía o se deforma; aunque también, en ocasiones, estalla nítidamente como un fuego de artificio y cuaja en una dulce y cálida remembranza apenas velada por el paso del tiempo.

       Solamente tenemos el presente. Parece resonar aquí un eco de Borges: «Tu materia es el tiempo. Eres cada solitario instante.» Instantes que se asemejan a ligeras pompas iridiscentes, efímeras y bellas. Ascienden refulgiendo, giran mecidas por el aire manso y desaparecen con un suavísimo estallido. Una tras otra y otra, en una danza sutil que ya tiene establecido su rítmico implacable final. Nuestro soplo configura su pulcra redondez. ¿Basta esto para poder afirmar que, como querría Eleanor, la dominamos?

       No un dominio completo ni permanente, en todo caso, pues no es posible ignorar que muchas jornadas -o períodos enteros- pasan sin dejar huella, malgastados. Con harta frecuencia nos comportamos irresponsablemente frente a nuestro caudal de días, mermante pese a que nos parezca tan inmenso, eterno, como las arenas del desierto. Arrojamos a lo alto puñados de granitos brillantes y decimos al viento que pasa y no vuelve: «¡Llévatelos! Esto no es lo que yo esperaba. No lo quiero.» Y el aire sopla y vuela, sopla y lleva, mientras la arena se arremolina, resbalando en desbandada, perdida. ¿Podemos realmente decir que ya no incurrimos en tales errores, aún viendo las dunas abreviarse deprisa, poblándose de oquedades sombrías?

       Pero nos hemos apartado de Eleanor, que mientras escucha el fox-trot, plenamente consciente del largo camino que su existencia ha recorrido, se entrega a sus recuerdos. «Realmente era una parte de sí misma hundida que volvía a la superficie.» «Quizás haya un «yo» en el centro de esa vida, pensó; un nudo, un centro.» También North está pensando en ese centro: «La sabrosa nuez. El fruto, la fuente que todos llevamos dentro; por lo tanto ¿a santo de qué ponernos un caparazón encima?» Aunque él mismo llega a una respuesta, que ya mencionamos en nuestro acercamiento anterior, cuando lo conocimos: «Cada uno de nosotros teme a los demás. Pero ¿de qué tenemos miedo? De las críticas, de las risas.»

       Un núcleo escondido, secreto, auténtico; y alrededor el caparazón, muralla protectora... disfraz. Porque aquel fruto, aunque fijo, definitivo, completo, es también vulnerable y puede resultar frágil. Tememos exponerlo a miradas indiscretas, especialmente si una endeble autoimagen nos lleva a dar por ciertos los mil fallos y fealdades que nuestra amedrentada imaginación nos presenta. Entonces, sintiéndonos en falta, menoscabados ante nuestros propios ojos y recelando de posibles censuras, intentamos defendernos aplicando subterfugios, cosméticos que sustituyan aquello que nos parece disforme, por una ficción igualmente dolorosa pero aceptable, «bonita». Ya no el «método Manrique» que otras veces he mencionado, sino el «vestir al desnudo» pirandelliano: cubrir nuestra desnudez con una ropa admisible, digna, aunque sea mentida. ¿Existe una falsedad mayor, más inútil? Por miedo. Creamos así una actitud, una conducta, que acaba anquilosándose y ya no podemos librarnos de ella.

       Yo y el Otro... difíciles componentes de una muy compleja ecuación. Somos como una nave que intenta deslizarse entre bajíos y arrecifes en medio de una mar desconocida y encrespada, fijando el rumbo con rudimentarios instrumentos, y un piloto cuya única escuela es la propia experiencia. A merced de corrientes y mareas, siempre amenazados por inminentes zozobras. Y el miedo.

       En pleamares piensa también North cuando expresa un anhelo que todos hemos hecho nuestro alguna vez: el de tener «una vida que siga el ejemplo del cohete, de la fuente, de la fuente que salta con fuerza; otra vida, una vida diferente» y luego «avanzar, ser la burbuja y la corriente -yo y el mundo juntos-» (Una vida distinta, una vida otra. De nuevo el mismo inoperante deseo, siempre a la espera de que llegue -no sabemos de dónde- la soñada maravilla. Variante, tal vez, del suplicio de Tántalo: rodeados de múltiples dones que insistimos en desechar, nos agostamos tendiendo las manos a inasibles goces virtuales.) Yo y el mundo: la constante danza de globitos multicolores formando una unidad con el aire que los transporta; navío y marea uniendo sus energías para el avance hacia una presentida serena ensenada... aunque de inmediato North contrapone a este deseo aquella endeble autoimagen: «¿Cómo puedo hacerlo, yo, si no sé qué es lo sólido, qué es verdad en mi vida, en la vida de los demás.»

       ¿Solidez? ¿Verdad? Oh, lo «verdadero» Pongamos a veinte personas ante una misma «verdad» y obtendremos veinte versiones diferenciadas, todas disputándose ser la única correcta. ¿Hay realmente algo que sea una verdad objetiva? No podemos estar seguros más que de nuestra propia existencia. Y en eso reflexiona Eleanor cuando ya la fiesta de los Pargiter se acerca a su fin. «Nada sabemos. Sólo comenzamos a comprender, ahora esto, ahora aquello.» (Comprender por lo menos el mundo en cuyo entorno nos creamos con esfuerzo. Pero sólo logramos ver porciones, esquirlas; el todo se nos escapa, apenas contorno vago, imprecisa señal adivinada tras un cristal oscuro. Únicamente arañamos superficies, rozamos la cerrada corteza. ¡Cuán extraños parecemos a veces ante nuestros propios ojos! ¿Cómo, pues, pretender asomarnos a la incógnita de los otros?) «Forzosamente ha de haber otra vida, aquí y ahora, pensó. Esto es excesivamente breve, excesivamente fragmentado.» Y después, formando un hueco entre sus manos: «Quería encerrar en ellas el momento presente; retenerlo; llenarlo más y más con el pasado, con el presente, con el futuro, hasta dejarlo esplendente, íntegro, con profunda comprensión.» Colmar el huidizo aquí-y-ahora, enriquecerlo, pulirlo, y que nuestro ayer más remoto y el incierto mañana  -la vida vivida y la imaginada, la ruta que un día escogiéramos y la que descartamos- se unan en él profundamente imbricadas, fusionadas, complementarias, formando un todo multiforme y único. También es así como, a través del reiterado exorcismo de estas páginas, yo y todos mis yo-otros -esos que en mí alientan empecinados, anhelando o fantaseando, en pugna siempre por surgir y tomar la palabra- llegamos a ser uno solo y el mismo.

       Y tendiendo ambas manos a Morris, Eleanor repitió:
       -¿Y ahora...?

viernes, 15 de febrero de 2013

JARDIN

El mundo interior es un jardín guardado por celosas tapias, con una única puerta que sólo puede abrirse desde dentro. Selva virgen inaccesible a toda mirada, creciendo con desordenada lujuria, sabedora de su impenetrable impunidad.

En los fondos, la parte más adelgazada de la memoria se extiende en abigarrados matorrales. Enredaderas escalan los añosos troncos, tendiendo ávidos vástagos. Aquí, allá, una pequeña pálida flor con rescoldos de fragancia. Malos recuerdos se yerguen  también, empinados en zarzales, mientras las dichas -frágiles, retraídas, pulcras- erigen exquisitas estructuras vibrátiles con transparentes hilos de cristal, pautando el verde jaspeado de las hojas.

Al extenuarse las tardes en vahídos violáceos, ínfimas lloviznas desmantelan geometrías que Euclides amaría, jugando al arcoiris en el silencio inmóvil.

Desengaños dilatan grandes cogollos rugosos, de abrupta, velluda piel marrón, semejantes a lascivas plantas carnívoras; sus inflorescencias sombrías hieden empecinadamente, susurrando ambigüe-dades. Ilusiones parásitas hunden garfios en los tallos más tiernos, que se estremecen llorando tibia savia límpida.

En umbríos rincones donde no llegan vientos, el viejo amor marchito levanta gigantes araucarias, contorsionadas encinas y robles imponentes. Gruesas lianas descienden de las más altas ramas, y recordaciones pueriles -otoños reiterados- diseminan tocas de hojarasca rojiza y diademas de musgo enardecido. En lo más húmedo y hondo y escondido, donde se entrelazan, obstinadas, las raíces, refulgen sobreviviendo capullos de esperanza.

Por todas partes surcan el aire nostalgias, ondulando desvaídas plumas amarillentas. De líricas gargantas caen, como latidos de nieve, trenos de tristeza, escarcha inacabable: "no más... no más... no más..." Resuenan ecos en las frondas, enfriando la fatiga de la atmósfera enclaustrada, furtiva, con oscilar de helechos fosforescentes. "No más... no más..." repiten multicolores colibríes de olvido, libando en tranquilas corolas. Y se perciben recogimientos súbitos, opalescencias de neblina que destila y cuaja, apenas adivinadas lejanías con altozanos de arena salobre.



Cuando ocasos distienden sus cálidos velámenes, amo vagar tras las crecidas vallas. Conoce bien mi pie la grava crujidora, la hierba que enarbola dedos temblorosos. Hay a veces un suave, melancólico aroma bajo aquellas penumbrosas enramadas. Evoca confituras de infancia, húmedos huertos, buñuelos de mi abuela; recuerda lluvias grises sobre cantos rodados, en una orilla sola, fría y norte.

Se demoran en éxtasis los sueños. Algarabía de remotas Navidades, cuando el mundo era sólido, entero... cuando estábamos todos. Entre las frescas ramas del abeto, tintineantes globitos frágiles coloridos, abarcan la eternidad en un destello.

Sonrío. Mi mano desmenuza y aparta neblinas. El estallido rojo del sol se posa en mis pupilas. Una mínima brisa viajera conduce revolando las ausencias; les doy la bienvenida. Crepúsculos anidan arrullando en mi alma. Letanía de grillos, murmullos. Las flores nocturnas entreabren cálices sedientos de luna. Se inclinan cadenciosas las ramas con reflejos de plata. Luego todo se adormece en la sedosa quietud nocturna, todo acalla sus ansias.

Y entonces dialogamos.



 

        



 

 

 

 

SALAMANCA, SABADO

Apeñuscada noche sabatina. Corren y gritan críos en la acera. Se persiguen y gritan, tropiezan, caen, gritan. Tornan a perseguirse, brincando y gritando. Se detienen inquietos jadeando y gritan.

Tránsito de los otros: chirridos de frenos, parpadeo de luces, bisbiseo de neumáticos en órbitas de asfalto. La mano ensangrentada del semáforo los detiene y se hacinan, nerviosos; los motores trepidan, tosen, piafan, impacientes por rugir. Luego se desbocan calle abajo como flechas ávidas de diana, insectos trafagando: hormigas guerreras en tren de conquista, que estremecen antenas y zumban.

Risa masculina irrumpe por encima del torbellino, tensa escala inestable, copa que se destroza: cristales erizados rebotando en ecos presuntuosos, pequeñas virutas que se acaracolan y mueren quebrantadas por los metaloides ácidos del aire.

Súbita música -CHAAC-PUM, CHAAC-PUM, machacar psicodélico con vislumbres de sudor, excitación y encierro-, escapa por alguna ventanilla abierta y asciende en ondulaciones epilépticas, perdiéndose en la noche avara de estrellas. Portazos. Dos voces de mujer, agujas sinuosas que remedan un diálogo: unísonas, cada una ignora a la otra. Pesado rodar de camiones, seísmo en mis ventanas. Duro sincretismo de sonidos.


Echo las cortinas y el magma disonante se torna denso como aceite, una viscosidad plena de opacidades, saturada de burbujeos pastosos. Se infiltra a través del entramado de la tela, mosca de alas pringosas agitando infinitas antenas ásperas; cae sobre el suelo con un retumbo de obuses lejanos y troncos astillados, con insistencia ronca de pezuñas.

Nocherniega, la habitación se ensancha más allá de mí que escribo, más allá del recuerdo de mí escribiendo en la no-consciencia de otras noches. Se amplía propagándose a espacios liberados, mulli-dos fieltros del discurrir sin prisas, a la mirada sin pupilas hacia muy adentro, hacia aguas reposadas de limpidez sedante, que... Relámpago turbio: las voces de los niños, regresando. No, las niego. Insisto: nada más que cursos traslúcidos, aguas reposadas de limpidez sedante, espejeo de enhiestos nenúfares, raso de brisas frescas.

Salgo de mí mismo como de un traje en exceso ceñido, de lóbregas redes o exiguos contenedores áridos. Constelaciones virtuales rotan desenredándose. Serenidades crecen. La extensión interior se acalla en un abismarse de universos estáticos, de industriosas semillas en el surco.

Y misteriosamente, el alma de las cosas se desnuda. Fosforescencia, vapor del ser profundo develado, muestra intacta su esencia inconmovible. Entre fulguraciones fucsia de azaleas, veo.


Detrás de las retinas, una no-imagen nítida perdura.

COMPUTO

Cuando cumplí los primeros cincuenta años, se me ocurrió realizar un cómputo detallado de tan empecidada supervivencia. "Medio siglo" resultaba abrumador, y al mismo tiempo con un matiz decepcionante; no dejaba de ser sólo una mitad, algo incompleto. "Cinco décadas"... mejor, pero aún muy modesto, una nimiedad con cierto aroma a infancia amplificada.

"Seiscientos meses", comenzaba a sonar impactante. ¡Más de dieciocho mil días! Al llegar ahí quedé sin aliento. ¡Vaya salto adelante! ¡Tremendo! Ya no aroma sino tufo, un rancio tufo a vinagre, como un encurtido.

Dieciocho mil días, con maravillosos amaneceres que pocas veces contemplé; con crepúsculos rojizos y noches abiertas al recuerdo -flor dulceamarga-, al gozo, la serena soledad... o la inercia.

Renuncié a calcular horas: no soy tan masoquista. Aquellos millares bastaron para entrever la vastedad de mi memoria, ciertamente mucho mayor que mi capacidad de evocación. Un espacio elástico, de contornos difusos, al que nunca podré asomarme en su totalidad. Ámbitos semicerrados, cavernosos, aislados y al mismo tiempo comunicantes; complejo entrecruzar de corredores penumbrosos, túneles. Túneles de Metro, sí, con multitud de estaciones en las que detenerse morosamente en los momentos de nostalgia o fatiga. O por las que pasar de largo, dejando burlados a los impacientes pasajeros: lo siento, amigos; este tren es expreso.

Innumerables estaciones, en todas las cuales seguramente recalé alguna vez para carga y descarga de ilusiones viajeras, evocaciones de hora punta. ¿Adónde van las que se apean? Tal vez aguarden otro tren... un conductor más experimentado; o se encaminen hacia otro túnel. ¡Hay tantos! O quizá salen a la calle y van a lo suyo. Las ilusiones están siempre muy atareadas, como azafatas de clase turística: todo el mundo las reclama y ellas deben correr de un lado a otro, atentas, serviciales, sonrientes. (Aunque, si uno las observa detenidamente, advertirá que su sonrisa es artificial, forzada, y su servicio tiene un trasfondo fraudulento.)

Conducir no es tarea fácil. Nuestro tren, tercermundista, es por completo manual; nada de com-putadoras que guien y controlen . Los ojos verdes o rojos que nos guiñan en la oscuridad de las vías, no siempre dicen la verdad, o no nos advierten a tiempo, y las posibilidades de fallo humano son muy elevadas. Al menor descuido podemos desembocar en una vía muerta, y entonces... vaya numerito nos montarán las ilusiones. Son muy quejosas y de genio vivo. ¿Y entonces? Volver atrás no siempre es factible. La vía muerta supondrá un estancamiento en la lobreguez, silencio de aguas estancadas con fermentos de olvido.

Pero volvamos al cómputo. Dieciocho mil noches para la evasión o el insomnio; para el cónclave de fantasmas y ausencias. Momentos germinales y soles abrasadores que todo marchitan. Vientos, lloviznas, cristales de nieve blanqueando el aire gris. Tranquilas nubes redondas y rosadas como mejillas de muchacha. Brisas leves, sedoso tremolar de abanicos laqueados. Y lunas. Y tormentas con súbitos, trepidantes látigos azules...

El escriba impasible observa y anota, registra lo vivido y lo soñado. Compila y almacena en archivos sombríos, en viejos cartapacios polvorientos rotulados con menuda letra negra. A veces se entremezclan y confunden los folios; lo meramente imaginado se traspapela, intercalado en lo real. No importa. Él asienta, calcula y mide con su ábaco de horas, analiza, interpreta.

Vibra el tren, pasando. En la negrura del túnel, un difuso resplandor señala la proximidad de otra estación. ¿Cuál?



1988

CANDOR

       Tropiezos, desaciertos, carencias corrosivas, soledades, siembran el alma de huecos insaciables. Intentamos colmarlos, nutrirlos con el espejismo familiar y generoso -aunque espurio- de los sueños.
       Ingenuas esperanzas enarbolan entonces brillantes galerías de espectros con flotantes rostros leales... mas pronto se desgastan y derrumban las máscaras, y una marejada de pavorosas visiones nos señala, con desdeñosos gestos, nuestro necio candor. La ilusión es un camino equivocado que sólo engendra desengaños, frustración.

lunes, 4 de febrero de 2013

LO MIO


     Estoy  aquí, en  lo mío. En  esto diminuto, intrascendente, que  llamo "lo mío" como si  estas palabras fuesen  una  definición  clara, concluyente; como si  pudiesen  indicar  o sugerir  algo  concreto.  Estoy  en  lo mío  porque  soy  yo  (esto  último  me  parece  casi  indudable, dentro de  ciertos  límites),  y  por  tanto  no podría  estar  en  otra  parte.  (Aunque... no  es  seguro  que  quisiera  estar  en  otra  parte.  Ni  siquiera  es  seguro que deseara  verdaderamente  estar.)

     Vivo  encaramado  a  un  espléndido  árbol  otoñal, de  lustrosas  hojas  rojo  y oro,  donde  sólo el  viento  del  crepúsculo anida.  Existo  absorto, mirando en derredor con  una  curiosidad  apasionada,  aunque tan   breve  que  linda  peligrosamente  con  el  descuido. Contemplo  fijamente  un  pájaro  que  explora  la  fronda  con  ojos  saltones, o  el  vertiginoso  escabullirse  de  un  insecto -un  movimiento  de  tal   intensidad  que  parece  un  fin  en    mismo-, o  el   rítmico  mecerse  de las ramas  bajo  el  soplo  fresco del  aire. Vigilo,  aguardo, busco. ¿Qué?  No  lo  sé.  Algo.

      Absorto,  observo, soy.  La  estructura  viviente de  una  hoja  -abanico de  nervaduras  por  las  que  borbotea  su  sangre  verde,  nítido  contorno de  bordes  y  pecíolos-  o  su  piel  firme,  tersa,  pueden  dar origen  a  una  atención  reflexiva,  terca,  intensa.  Hasta  que  otro estímulo eclosiona  y  se  impone, descartando  todos  los demás. Siendo  tantos,  y   tan  variados  e  interesantes  esos  estímulos,  la  contemplación  deviene   incesante,  aunque  su  objeto  se  desplace  permanentemente  y   cada  uno  de  tales  exámenes  resulte  incompleto  por  fugaz.  Pero  no  me  importa:  soy   hombre  paciente;  no  tengo  prisa  por  recopilar todos  los  datos  empíricos  para  arribar  a  conclusiones.
 
     Sin  embargo,  no se  confunda  esto con displicencia.  No, no, ciertamente  tomo  muy  en  serio  mi investigación,  buscando  en  todos   los  fenómenos  observados  un  significado preciso. Analizo  cada  uno como  una  manifestación  trascendental  que  es  preciso comprender  y  explicar (aunque  ignore  la  razón de  tal  necesidad.)
     No  se   me  oculta  que  esta  metodología  experimental  conlleva  inconvenientes, a  causa  de  la  celeridad  -que  algunos  colegas  consideran  excesiva-  con que  se  suceden  las  exploraciones. Admito  que  con  frecuencia  se  solapan  imágenes,  resultando de  ello  una  mezcla  completamente  aleatoria  de  relaciones  causales. Así,  puedo desarrollar  sorprendentes  deducciones  e  hipótesis  acerca  del   pájaro, originadas por  el   insecto. O  viceversa. (Como  lo  más  probable  es  que  nada   tenga  en  verdad   un  sentido, esta  mínima  confusión carece de  importancia.  Además, considero  que  así  se  enriquecen  los  resultados, dotándolos  de  un  toque de  singularidad,  extravagancia  o  exotismo,  que   puede  despertar  el   interés  de  la  gran  masa  ignara,  siempre  pendiente de  lo  novedoso  y   fascinada  por  lo  aparente.)
     Debo  aclarar   que,  en  caso de  no  haber  ave  o  insecto  alguno  (o  cualquier  otra  especie  de  animal,  vertebrado o  invertebrado,  incluyendo  los  mitológicos)  yo  me  lo  invento. Y  ya  se  sabe  lo  arduo, complejo, que puede ser buscar significados en cosas  inventadas. Aunque muchas veces son las  más interesantes. (Y  quizás  sean,  también,  las  únicas  que  pueden  significar algo.)
 
     Mi  interés  científico  nunca  se  centra  en  el  tronco.  Estoy  trepado  a  él, de  modo que carezco de  la  necesaria  perspectiva. No  estoy  dispuesto  a  apearme  para  estudiarlo  correctamente;  temo -¡torpe  y  viejo de  mí!-  no  ser capaz  de subir  de  nuevo. Además  ¿qué  sucedería  si,  al  pisar  el  suelo, constatase  que  también  el  árbol  es  inventado?  Uno  no  puede  trepar  a  un  tronco  inexistente. ¿O  sí?  (Querer es  poder, dicen  algunas  gentes.)
    Alguna  que otra  vez  me  he  planteado  que  mi  esfuerzo  analítico es  inconducente, ya  que  nunca llego a comprender nada en profundidad. Pero no me desanimo. No soy  hombre fácil de desanimar. El reconocimiento de  la  propia  ignorancia  es  inherente  a  la  voluntad  de  aprender. (Que  aprender  no sea factible  no   invalida  esta   proposición.  Los  intentos  fútiles   son   precisamente   los  que  exigen  mayor esfuerzo. Y,  finalmente:  que  una  cosa  sea  imposible  es, tal  vez, la  razón  más válida  para  intentarla.)
     Por  todo  lo dicho, sigo en  lo  mío.  Por  ahora. ¿Dónde, si  no?

FOTOGRAMAS

     Hay en la vida momentos que parecen anteriores a cualquier existencia. O, más exactamente, por completo ajenos a ella, desvinculados, como si una inconmensurable nolición se hubiese posado -insecto letal de relucientes élitros negruzcos- sobre el endeble corazón de la noche. La hoz nacarada de la luna, zozobra, pez anestesiado, en el estanque vacío y sin orillas del firmamento.

     Lo familiar: voces, luces, atisbos de movimiento -trazas de todo lo que se agita y cambia- se retarda entonces, enronquecido por el vasto manto-mortaja que lo cubre apretadamente: funda de un relegado instrumento (orquesta de salón en interrumpido baile pueblerino), paño sobre la jaula para silenciar al pájaro. No-vida en cámara lenta; fotograma inmovilizado en la moviola del destino, sin un antes y un después que esclarezcan el gesto absurdamente petrificado; bala que se detiene antes del blanco, rebosante de impacto y velocidad, en un aire sin aire de lejanas arboledas cautivas. Nada sopla, y aquello predispuesto al sacudimiento lo olvida en un ensimismamiento de vértices curvados hacia el suelo.

     Así, el alma deviene paréntesis de sí misma, silencio con calderón en el que toda la orquesta se apaga y aguarda, atenta al no-dirigir de la batuta que flota en una amnesia de corcheas. Un núcleo profundo se ha desplomado y anida ahora en un indescifrable espacio sin salida. Del otro lado del espejo -allí donde la profundidad estalla en irisaciones planas- la imagen nos contempla, desigual por inversa, en una atmósfera que es solamente reflejo y velo, nada, humareda de cosas largamente quemadas.

     Esquizofrenia total de los sentidos.