viernes, 20 de diciembre de 2013

FUGACIDAD, BELLEZA, PERMANENCIA

En junio de 1908 Gustav Mahler está atravesando una profunda crisis vital. Durante el verano del año anterior ha muerto, tras una breve enfermedad, su hija primogénita María Anna (Putzi) de sólo cinco años. Luego, a él mismo le diagnostican una anomalía cardíaca que lo obliga a modificar radicalmente su modo de vida, y que le parecerá anuncio de un prematuro final. Todo esto tras verse impulsado a abandonar la dirección de la Ópera de Viena, que había sido su universo durante diez años.

Así pues, momento crítico. En carta a su discípulo Bruno Walter, dice: “he perdido de un solo golpe toda la luz y la serenidad…//… y me encuentro ante el vacío.” Pero es hombre habituado a trances difíciles y una vez más consigue superarlo mediante su trabajo creativo: entre junio y septiembre compone, a partir de textos de antiguos poetas chinos, La Canción de la Tierra (Das Lied von der Erde). Su correspondencia con Walter cambia de tono: “me han sido acordados hermosos momentos, y creo no haber hecho antes nada tan personal.”

Esta “sinfonía para tenor y contralto (o barítono)” y orquesta, estructurada en seis movimientos, es también una melancólica meditación acerca del destino del hombre y el carácter transitorio de todas las cosas. Aunque sólo los versos finales sean obra del propio compositor, la selección de los poemas y su ordenamiento muestran con toda claridad su voluntad de organizar el conjunto pautándolo con constantes oposiciones temáticas y rítmicas. Careciendo de los conocimientos musicales necesarios para calibrar el equilibrio entre el desarrollo de la partitura y aquellas variaciones textuales, me referiré solamente a estas últimas (los textos completos pueden encontrarse en: http://www.kareol.es/obras/cancionesmahler/tierra/texto.htm)


La obra arranca con una canción que podríamos llamar “de taberna”, aunque situada en las antípodas del regocijo de sus equivalentes goliardas europeas, ya desde el título: “Canción báquica del dolor de la tierra” (Trinklied en el original: de ‘trinken’ = tomar una copa, beber, y ‘lied’ = canción). Tan taciturna como su estribillo –“Sombría es la vida y la muerte”- aunque anuncia el sempiterno retorno primaveral –“El firmamento será siempre azul y la tierra reverdecerá”- pregunta inmediatamente “Pero tú, hombre, ¿cuánto vivirás? No tienes ni un siglo.” Y tras este filosófico interrogante y la súbita irrupción de un mono espectral que gime entre las tumbas, sonido que “se funde en el dulce aroma de la vida”, su corolario: “Ahora el vino. Es el momento, amigos. ¡Vaciad las copas!”

La segunda, “El solitario en otoño” es un bello, brumoso lamento en re menor ante el paso del tiempo. La imagen final: el candil que al apagarse induce al sueño un corazón cansado, tiene resonancias en toda la literatura universal. Thomas Clayton Wolfe, por ejemplo: “La vida es el ansia de la lámpara por la luz, que es oscura hasta el amanecer del día en que morimos.”

Las partes centrales: “De la juventud” y “De la belleza”, son un deslumbrante himno de celebración de la vitalidad y la hermosura del entorno terrestre así como de las actitudes, gestos y aspecto de los seres. Con imágenes luminosas, radiantes, reflejan los goces del esplendor total de un mundo natural y humano en su apogeo.

Quinta canción, “El borracho en primavera” reitera el tono báquico; pero ahora el reverdecer cae en saco roto: “Si la vida no es más que sueño ¿por qué tanta fatiga y pena?” (Más ecos literarios, ahora de Calderón, entre otros.) El borracho lo tiene claro: “¿Qué tengo que ver yo con la primavera? ¡Dejadme estar ebrio!”

Sexta y última parte, “La despedida” (o “el adiós”), comprendiendo dos poemas y las líneas finales redactadas por Mahler, comienza con descripciones crepusculares, para dar paso a soledades y nostalgias: “Deseo gozar a tu lado, amigo, de la belleza de esta tarde. ¿Dónde estás? ¡Me dejas solo tanto tiempo!” El primer texto se cierra con una invocación: “¡Oh belleza! ¡Oh mundo ebrio de eterno amor y vida!” Como si se tratase de una respuesta o continuación, el segundo poema nos habla del amigo que llega, cansado de errar, pero solamente para despedirse. “No volveré jamás a vagar por la lejanía. En calma está mi corazón y espera su hora.”

Tras este verso, que el compositor enfermo y en crisis debió sentir como fuertemente premonitorio –aunque viviría aún casi tres años- agrega esas breves líneas suyas que retoman el tema del retorno primaveral, planteado en el poema inicial: “¡Por todas partes, la amada Tierra florece y reverdece de nuevo en primavera! ¡Por todas partes, eternamente, brillan luces azules en el horizonte!” (die Fernen –a lo lejos, en la distancia; es la misma palabra utilizada para designar el lugar por el que vaga el amigo en los versos anteriores, y suele traducirse también como horizonte.) Y el ciclo se cierra con la voz grave que repite en susurros: “Eternamente… eternamente…”




Reflexión acerca del destino humano, dijimos. Y construida en pares de imágenes o situaciones contrapuestas: luz y crepúsculo; vitalidad y fatiga; flores marchitándose en la niebla o eterno verdor; la camaradería alegre y el bullicio de los jóvenes, contra la soledad otoñal o la evasión ensimismada del ebrio indiferente, con su toque borgeano de huida hacia el olvido y el sueño, para no sentir el peso del instante, que es la materia de la que estamos hechos. Porque allí, poema tras poema, aparecen las ecoaciones: el recordatorio del devenir, la obra del tiempo. Del “Tempus edax rerum” romano a los primeros versos de las “Coplas” de Manrique, pero también evocaciones religiosas: “polvo al polvo” cristiano o la advertencia islámica de Al-‘Asr, sura 103: “¡Considera la fugacidad del Tiempo!” Brevedad del placer y de esa bella juventud celebrada en los poemas de la sección central. Vértigo de los relojes; incesante fluir desgastador frente al que estamos, irremediablemente, tan solos como ante nuestro propio inevitable adiós; tensión entre el permanente errar y la necesidad de quietud del corazón cansado, en la que también podemos hallar reflejada la situación del propio Mahler tras el diagnóstico de su enfermedad.

Tenemos entonces un hombre en crisis que se enfrenta a sus circunstancias y las asume –no hay evasión ni inmovilismo- y que, actuando, llenando de contenido creativo su incierto, inestable momento vital, expresa la súbita asunción de una consciencia total de su condición mortal, aunque cerrándola con un toque de esperanza que metamorfosea la fugacidad de su periplo como hombre, en la permanencia inmaterial del aquí y ahora de su obra.

Sin embargo, hemos de volver atrás para otra breve vuelta de tuerca de lo pasajero y un modo distinto de lo permanente. En mayo de 1952, Kathleen Ferrier bajo la dirección de Bruno Walter -alumno de Mahler según hemos mencionado- graba una legendaria versión de este Lied compuesto por un hombre que ha tenido contacto con la muerte. La contralto inglesa, que también tiene una anomalía médica, aunque “positiva” –en la garganta y de la que deriva su timbre único inmediatamente reconocible-, que igualmente está enferma y sabiéndose condenada por el cáncer –morirá un año después- hace de este himno a la vida, y del adiós con vocación de perennidad que lo culmina, una experiencia imborrable. Lo canta con todo su ser, sintiéndolo en lo profundo de sus entrañas y de eso que llamamos alma. Estremecida, siempre al borde de las lágrimas; viviéndolo, padeciéndolo, erige una imponente estructura de voz, melodía y sentimientos que, con cada efímera nota, cada minúscula vibración de los instrumentos, reafirma esa brevedad y perdurabilidad que pugnan en el texto.

¿Logrará ser eterno este monumento sonoro, gestado por dos moribundos? ¿Existe la eternidad, lo duradero? La duda es permisible. Pero mientras yo y algunos más vivamos y recordemos, el austríaco y la británica permanecerán en su siempre renovado presente inacabable.