Declara Simone de Beauvoir –creo que en «Los mandarines»- que si bien el escritor no puede decir todo, sí debe hacer el intento de expresar el gusto de su propia vida. Cada existencia -dice- tiene un gusto personal, solamente suyo, que es preciso transmitir al  lector o no vale la pena escribir. Esta afirmación me resultó muy sorprendente. Yo hubiese dicho: la estructura, el sonido, quizás el matiz, la textura, pero… ¿el gusto?
 
 Es cierto que algunas veces hice un uso metafórico de impresiones sensoriales para referirme a mi existir: áspero, incluso punzante como un material no desbastado, frío, oscuro... Pero siempre de manera circunstancial (y exagerada). No podría especificar ninguna característica  relacionada con los sentidos, capaz por sí sola de definir la totalidad de mi vida. Mucho menos un gusto, ni siquiera en sus acepciones de modo o arbitrio.
¿Cómo, entonces, acercarme a una descripción o bosquejo vital que pudiese personalizarme ante aquel hipotético lector? ¿A través de un sonido o matiz, como señalé antes? No, no exactamente: tal vez una mezcla o collage de impresiones, y apenas de forma aproximada e incompleta. Mi existencia  ha sido en parte literaria –teatral, con pretendido trasfondo dramático-, en parte plástica –y nuevamente teatral por escenográfica-. Ritmos del mundo de las formas visuales;  ritmo amplio, musical de las palabras. Recuerdo haber dicho una vez que mi vida es un paisaje con figuras, sobre el que sobrevuela una música incidental. Pero no este salmantino paisaje rural que ahora es el mío, marcado por su ciclo de estaciones, vientos, soles y colores; no, otro: impresionista, con vastos cielos nubosos de extraña  luz pálida que evocan inviernos y neblinas, cargados de gruesos empastes de blanco de plata. Una escenografía, nuevamente.
 Sí,  mi vida podría, hasta cierto punto, resumirse así.  No obstante ¿me atrevería a expresarlo? Fijar su diseño en un esquema inmutable, único, para luego transmitirlo… ¿me atrevería?  No. Hacerlo implicaría darlo por terminado, sin ninguna posibilidad de corrección, y mi vida es un fluir impregnable que todavía busca su forma. En el cielo de mi paisaje interior -más cinematográfico que pictórico- todo es movimiento, decurso, cambio. Y en ese escenario, las figuras, anónimas, son... siluetas, contornos imprecisos, como un estarcido en negro; sólo esbozos de personajes en manos del director. ¿Y la música? Ah, la música es lo más indeterminado e inexpresable de todo.
 Melancólico, entrañable paisaje.  Grandes árboles añosos,  ante una lejanía de borrosas montañas verdiazules, a la manera de Brueghel... Pero no, no tengamos tantas pretensiones de Grand Art: hay otra imagen que siempre asoma y se impone sobre las demás; un panorama salobre más íntimo y simple.  Mar, arenas  que  susurran   girando, celajes violáceos de inminente atardecida, y una única figura, extraña y a la vez familiar...
 Solitario atribulado  niño  viejo, jugando en la orilla  de  una  playa  dorada  y  azul,  atento a  la  voz  serena de las olas, a su antiguo nostálgico reclamo.  En  sus  manos  destellan  húmedos guijarros  pulidos, conchillas nacaradas  que  trajo la  marea. Se entrechocan y suenan. Cada  uno es  un  recuerdo, la  huella -a veces fósil- de una emoción: cálida, reconfortante luz de un faro o desecho de remotos  naufragios.  Mas  la  suma  de  todos  no es la playa.
 
                    
 La mirada vaga, perdida en su espejo más íntimo. Ah niño descuidado... a tu lado pasan pájaros sonoros, grumos de sombra que las nubes vierten, la tarde traslúcida serena. Tú no miras. Muy serio interrogas, ávido de conocer.  Sin embargo, todas las preguntas y sus respuestas  se entremezclan permanentemente con el susurro de la brisa que encrespa las olas, con el fuerte olor omnipresente del mar, las opacas guirnaldas de resaca y el breve crujir de la espuma entre los dedos.  Arenal, playa, niño, orilla, oleaje, viento... son una sola cosa.
         
Memorias, vivencias: fragmentos, atisbos, pinceladas.  No hay recuento de partes capaz de expresar el todo.
         Entonces... ¿qué?
