jueves, 14 de junio de 2018

ACCIONES Y REACCIONES


A propósito de “Los años”, de Virginia Wolf

                                                                        
Entre la idea y la realidad, entre los actos
y el gesto, cae la sombra
                                                   T. S. Eliot





Londres, 1911; atardece un día de verano. Eleanor Pargiter está de visita en casa de su hermano Morris y, al observarlo durante la cena, se preocupa por él. Otro de los comensales, hombre de mundo, “bien situado” –nada menos que un Sir- relata anécdotas “con voz de trueno”. Alardea –se dice Eleanor- “y es natural, pues ha hecho muchas cosas.” Morris, en cambio –y aquí Wolf resume magistralmente su personaje con tan solo dos crueles palabras: “calvo y flaco”- permanece callado. Sin duda se compara –piensa ella- pues no ha logrado hacer carrera.

Tras estas reflexiones, Eleanor comienza a dudar si se equivocó con su hermano al estimular su deseo de dedicarse a la abogacía. Sea como sea –concluye- lo hecho, hecho está. Morris formó una familia y “tuvo que seguir adelante, tanto si le gustaba como si no.” Esa ineludibilidad de las situaciones creadas la lleva a un remate poco optimista: “Cuán irrevocables son las cosas. Hacemos nuestros experimentos y, luego, estos hacen los suyos.”

Así pues, experimentos. Ensayos. Tentativas no siempre realizadas de manera reflexiva. Unas nos salen bien, otras no. De niños o adolescentes estamos colmados de ilusiones respecto de nosotros mismos y nuestro futuro. ¡Todo va a ir estupendamente! Nos lanzamos de lleno, con prisas. Y luego… ¿Qué ha sucedido? ¡No, esto no debía terminar así!  Pero una cosa lleva a la otra y, sin advertirlo, se va entretejiendo en torno nuestro una espesa red de circunstancias en la que, un buen día, nos vemos aprisionados sin saber cómo hemos ido a parar allí. Entonces no vale protestar.  Estamos en vía muerta: fin de trayecto.

Inflexible distancia entre las fantasías y la realidad. Parodiando a Eliot podríamos decir: entre el proyecto y su ejecución, entre lo apetecido y lo posible, cae la sombra. Porque el hombre tropieza con la misma piedra no solo dos sino múltiples veces, de modo que fallos hace tiempo olvidados en los recovecos del ayer se renuevan actualizados, propagando en nuestro presente una pluralidad de resonancias que se abren hacia el futuro. Y volvemos a caer.

¿Culpa… responsabilidad? Intentamos defendernos alegando aquello de “la intención es lo que realmente cuenta.”  Pero las objeciones a esta vieja disculpa son incontables. Los más nobles propósitos impulsaron el singular quehacer del Dr. Frankenstein, con el resultado que todos conocemos. Lo que Mary Shelley no dijo, es que los monstruos son fuertes y perviven tenaces; establecen animados jueguecitos entre ellos –quizás por el mismo afán de experimentación que guiara al famoso científico- y procrean nuevos engendros que, ya autónomos, pueblan de pesadillas nuestros sueños.

Miss Pargiter estaba en lo cierto: toda acción tiene su corolario inapelable, que en ocasiones resulta nefasto. Cae la sombra y el designio original se tuerce, adulterando para mal el producto. ¿Y en qué clase de espuria causa se transformará a su vez tal efecto deforme ab initio? ¿Qué interminable serie de aberrantes acciones y reacciones podrán desencadenarse partiendo de un involuntario error?

Ah, el Destino debería contratar un eficiente Ministro de Obras Públicas, capaz de señalizar adecuadamente cada ruta individual.

                                                             


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