sábado, 7 de julio de 2018

ARENA DE LOS DIAS


Una vez más invito a mi lector –hipotético, mas por lo mismo paciente- a navegar por el espacio y el tiempo para un nuevo encuentro con Eleanor Pargiter. A una hora muy avanzada de la noche, durante la fiesta veraniega de su familia –a la que asistimos ya en Apuntes sobre “los Años” de Virginia Woolf- nuestra ya anciana amiga rememora, ensimismada, su vasto pasado. “Mi vida, se dijo Eleanor. En realidad no tengo vida propia. ¿La vida no debiera ser algo que uno pudiera producir y dominar? Una vida  de más de setenta años. Pero yo sólo tengo el momento presente. Y ahora, allí estaba, viva, escuchando un fox-trot.”

Más de setenta son muchos años, sí. Complicado evocarlos todos. La memoria bucea, escarba atrapando añicos de conversaciones o lecturas, pedacitos de figuraciones, atisbos de escenarios ya remotos… Algunos de esos vislumbres, deformados, se extravían y naufragan; pero otros aparecen, crepitan y estallan, colorida  pirotecnia que cuaja en una cálida remembranza apenas velada por el peso de la edad.

Solo tenemos el momento presente, es cierto. Tiempo. Pulidas burbujas de instantes, ofreciéndose. Ascienden, giran, revuelan: danza alocada que ya tiene establecido su final. Nuestro aliento configura su diáfana redondez. ¿Basta eso para poder afirmar que, como deseaba Eleanor, las dominamos? No un dominio permanente, en cualquier caso. Con harta frecuencia nos comportamos irresponsablemente frente a nuestro caudal de días; nos parece casi eterno, incalculable como las arenas de un desierto. Entonces arrojamos a lo alto puñados de granitos brillantes y decimos al viento que pasa y no vuelve: “¡Llévatelos! Esto no es lo que yo quería.” Y el aire sopla y vuela, sopla y lleva mientras el sablón se arremolina, resbala en desbandada, perdido, y la duna se puebla de oquedades oscuras.

Pero nos hemos apartado de Eleanor, quien, mientras escucha el fox-trot, se entrega a sus recuerdos, plenamente consciente del largo camino que su existencia ha recorrido. “Quizás haya un ‘yo’ en el centro de esa vida, pensó: un nudo, un centro.” También North, por su lado, está pensando en dicho núcleo: “La sabrosa nuez. El fruto, la fuente que todos llevamos dentro; por lo tanto ¿a santo de qué ponernos un caparazón encima?” Aunque él mismo llega a una respuesta: “[porque] cada uno de nosotros  teme a los demás.”

Un meollo escondido, privado, intocable y alrededor el caparacho protector que nos permite replegarnos; pues aquella “nuez” es enormemente vulnerable -o eso pensamos- y tememos exponerla a miradas indiscretas. Una endeble autoimagen puede jugarnos muy malas pasadas,  llevándonos a dar por ciertos los mil fallos y deformidades que nos presenta. Entonces, menoscabados ante nuestros propios ojos, intentamos defendernos aplicando subterfugios, cosméticos;  enterrando nuestra coraza bajo una gruesa capa de maquillaje, sustituimos  aquello que nos parece deforme por otra apariencia igualmente falsa, igualmente dolorosa para nosotros, pero bonita, complaciente. Es el “Vestir al desnudo” pirandelliano: cubrir la desnudez con una vestimenta admisible, aunque sea una impostura. Creamos así una actitud que acaba anquilosándose y ya no podemos librarnos de ella. Y todo por pundonor o por miedo.

Un Yo dubitativo, enfrentado a la crítica del Otro… difíciles componentes para una ecuación muy compleja. Es como fijar el rumbo con instrumentos rudimentarios en medio de una mar encrespada,  a merced de todas las corrientes. Y en estas piensa North cuando expresa un anhelo que todos hemos hecho nuestro alguna vez: tener “una vida que siga el ejemplo del cohete, de la fuente que salta con fuerza; otra vida, una vida diferente” para luego poder “avanzar; ser la burbuja y la corriente, yo y el mundo juntos.” Una vida diferente: de nuevo el inoperante deseo, variante quizás del suplicio de Tántalo. Y luego, el fin de la singularidad y la desavenencia: la unión con el mundo: yo y el Otro conjuntados. Aunque North es inmediatamente frenado por su deficiente autoimagen: “¿Cómo puedo hacerlo, yo, si no sé qué es lo sólido, qué es verdad en mi vida, en la vida de los demás?”

Ah, sí,  solidez, verdad, realidad objetiva… necesitamos certidumbres, saber discernir, estar seguros de algo. Sobre eso reflexiona Eleanor cuando la fiesta familiar está llegando a su fin. “Forzosamente ha de haber otra vida, aquí y ahora. Esto es excesivamente breve, excesivamente fragmentado. Nada sabemos, ni siquiera acerca de nosotros mismos. Sólo comenzamos a comprender, pensó, ahora esto, ahora aquello.” Sí, deberíamos –por lo menos- asimilar el mundo en cuyo entorno creamos con esfuerzo nuestro hueco. Pero apenas vemos porciones, esquirlas, y la totalidad no es ni siquiera imaginable. Cuántas veces resultamos extraños ante nuestros propios ojos… ¿Cómo, pues, pretender asomarnos a la incógnita de los otros?

Sintiendo que está a punto de aprehender “algo que se le escapaba por muy poco”, nuestra protagonista ahueca sus manos como deseando “encerrar en ellas el momento presente; retenerlo; llenarlo más y más, con el pasado, con el presente, con el futuro, hasta dejarlo esplendente, íntegro, con profunda comprensión.” Colmar el huidizo instante, enriquecerlo, pulirlo de modo que el ayer más remoto y el incierto mañana –la vida vivida y la fantaseada, las rutas que escogimos seguir y las que abandonamos- se unan en él profundamente imbricadas, formando un todo multiforme y único. También es así como, a través del reiterado exorcismo de estas páginas, yo y todos los yo-otro que laten empecinados, en pugna siempre por tomar la palabra, podríamos llegar a ser uno, plural y solo.

Sin embargo, cuando Eleanor desea compartir sus sentimientos –unirse con los otros- no lo consigue.  “Es inútil, pensó abriendo las manos. Ha de caer. Ha de caer.”  No es posible retener el instante.

“- ¿Y ahora qué?
Ofreciendo ambas manos a Morris, Eleanor repitió:
 -¿Y ahora…?”

No hay comentarios:

Publicar un comentario