El   proseta   ve  pasar  a  su  amada  en  extranjeros  brazos.  Dolido,  desea  abordarla...  mas  se  arredra.
Prosema
        
Te  vi  pasar  de  tarde  por  la  calle  del  brazo de  radiantenuevo  amor,  vestida  con  sonrisas que  no  eran  para  mí.  Y  mi  errabundo corazón  se  puso   a  rodar-vueltas-vueltas  más vueltas  como  un  trompo... como un  faroveleta...  niño que vueltajuega  a  ser  dichoso.
Fanal de llama oscura, veleta  desquiciada, crío que ha de caer y  llorará.
Quise acercarme,  hablarte... oir despetalado mi  nombre por tu acento, como una  flor de azúcar con regustos de lava. 
Mas  supe que  al  hacerlo  truncaría  la  fiesta de  tus  labios.  Me  mirarías  seria, con  ese  atroz  cariño doloroso que  guardas  para  mí.
¡Tu  risa  era  tan  linda!  No quise  asesinarla.
Te  alejaste de  tarde  por  la calle, del  brazo de  tu  amor.
Trompoveletafaro.  Niño que se extravía..
Anestesiado corazón  inútil, cuán  triste  te  me  pones de  repente.
Selección de poemas originales, relatos y textos varios en prosa. Comentarios literarios y poemas preferidos de autores varios. Comentarios y fotografías de obra plástica original: tapiz, dibujo, escultura. Ideas.
martes, 31 de julio de 2012
martes, 10 de julio de 2012
DE PEDREGALES Y DESORDENES
Hace poco regresaba yo en tren a  Salamanca  desde Madrid. Aunque entusiasta admirador de paisajes, suelo acompañarme con un libro, “por las dudas”; en este caso “Memorias de Adriano”, de Yourcenar. Ciertamente el encanto de ese texto -la belleza del estilo pero asimismo  el  influjo de las ideas- me  había atrapado por completo. “...el viejo Terpandro definió con tres  palabras  el  ideal  espartano, el  perfecto modo de vida  que Lacedemonia  soñó  sin  alcanzarlo: Fuerza,  Justicia,  Musas.  La  fuerza  constituía  la  base, el  rigor sin  el  cual  no  hay  belleza...”  Ah, sí:  los Ideales. Un sueño maravilloso, sin duda, aunque inalcanzable como son siempre los sueños. ¿Acaso puede  un hombre  inteligente y culto creer en  ellos?  ¿¿¿Justicia???  Una Fuerza  que no sea autoritaria... Palabras, meros símbolos, como “rigor”, “perfección”...“orden”.
En aquel momento, dejadas atrás las almenas de Ávila, atravesábamos una extensión de pedregales: peñas enormes rodeadas por una cohorte de rocas menores, sucediéndose durante kilómetros mientras el tren las sorteaba despacio. He contemplado muchas veces ese panorama y, cada vez, me produce similar fascinación lo rudo, indomable de su hermosura. Belleza, sí. Fuerza también. Sin embargo... ¿rigor? ¿Orden... o caos? Desorden. Un hermosísimo desorden, tal es la impresión que siempre he tenido: la de algo casual, desestructurado. Pero... ¿es realmente así? Aquella tranquila mañana otoñal, en el ocioso interregno del somnoliento vagón, me permití someter a examen mis impresiones. ¿Desorden?
Epistemológicamente -leo en la enciclopedia- “se ha tendido a asociar al caos con la incapacidad del hombre de atender a todos los eventos de un espacio concreto y en un instante determinado, teniendo que asumir los conceptos de azar, aleatorio, incertidumbre... en oposición al orden o a una posible ratio o logos.” Muy complicado; a fin de cuentas sólo se trata de piedras y de un personal concepto de belleza. El científico francés Poincaré decía: “El azar no es más que la medida de la ignorancia del hombre.” Ignorancia, claro está: la que lleva a un individuo viajero a divagar sobre asuntos que lo superan de lejos, con el riesgo de precipitarse en especulaciones acerca de una rara variante española del Efecto Mariposa, ejercida por unas peñas. No, no, dejemos en paz la Teoría del Caos.
Caos... génesis: tal era el derrotero de mis ideas aquella mañana. El ser humano rechaza lo informe, necesita percibir en las cosas una suerte de estructura. Incluso en un pedregal. Eso que semeja desorden fortuito -me dije entonces- ¿no será en realidad una clase de organización peculiar, específica, irreconocible para mí, pero exacta? Un ordenamiento -tan preciso que sería expresable en ecuaciones- derivado del origen mismo del peñascal, de las fuerzas físicas allí actuantes, como... como una especie de karma pétreo. Más teorías, por supuesto (como siempre conmigo; a fin de cuentas, es perfectamente concebible que yo mismo sea sólo una hipótesis.)
Mientras mi mente desbocada realizaba su propio viaje, habíamos entrado en la provincia de Salamanca, y sólo se veían campos roturados. Otro tipo de panorama, de belleza: figuraciones geométricas sucediéndose, nada librado al azar. Al viejo Terpandro le hubiese gustado. Ya puestos a conjeturar -me dije poco después mientras descendía en Vialia- también es posible que el desarreglo -si lo hay- esté en nosotros, en mí, no en el pedregal. Un desbarajuste interno que me empujó, en aquel soleado viernes, a irme por los cerros de Úbeda -y los pedregales abulenses- en compañía de Fuerza y Belleza.
En aquel momento, dejadas atrás las almenas de Ávila, atravesábamos una extensión de pedregales: peñas enormes rodeadas por una cohorte de rocas menores, sucediéndose durante kilómetros mientras el tren las sorteaba despacio. He contemplado muchas veces ese panorama y, cada vez, me produce similar fascinación lo rudo, indomable de su hermosura. Belleza, sí. Fuerza también. Sin embargo... ¿rigor? ¿Orden... o caos? Desorden. Un hermosísimo desorden, tal es la impresión que siempre he tenido: la de algo casual, desestructurado. Pero... ¿es realmente así? Aquella tranquila mañana otoñal, en el ocioso interregno del somnoliento vagón, me permití someter a examen mis impresiones. ¿Desorden?
Epistemológicamente -leo en la enciclopedia- “se ha tendido a asociar al caos con la incapacidad del hombre de atender a todos los eventos de un espacio concreto y en un instante determinado, teniendo que asumir los conceptos de azar, aleatorio, incertidumbre... en oposición al orden o a una posible ratio o logos.” Muy complicado; a fin de cuentas sólo se trata de piedras y de un personal concepto de belleza. El científico francés Poincaré decía: “El azar no es más que la medida de la ignorancia del hombre.” Ignorancia, claro está: la que lleva a un individuo viajero a divagar sobre asuntos que lo superan de lejos, con el riesgo de precipitarse en especulaciones acerca de una rara variante española del Efecto Mariposa, ejercida por unas peñas. No, no, dejemos en paz la Teoría del Caos.
Caos... génesis: tal era el derrotero de mis ideas aquella mañana. El ser humano rechaza lo informe, necesita percibir en las cosas una suerte de estructura. Incluso en un pedregal. Eso que semeja desorden fortuito -me dije entonces- ¿no será en realidad una clase de organización peculiar, específica, irreconocible para mí, pero exacta? Un ordenamiento -tan preciso que sería expresable en ecuaciones- derivado del origen mismo del peñascal, de las fuerzas físicas allí actuantes, como... como una especie de karma pétreo. Más teorías, por supuesto (como siempre conmigo; a fin de cuentas, es perfectamente concebible que yo mismo sea sólo una hipótesis.)
Mientras mi mente desbocada realizaba su propio viaje, habíamos entrado en la provincia de Salamanca, y sólo se veían campos roturados. Otro tipo de panorama, de belleza: figuraciones geométricas sucediéndose, nada librado al azar. Al viejo Terpandro le hubiese gustado. Ya puestos a conjeturar -me dije poco después mientras descendía en Vialia- también es posible que el desarreglo -si lo hay- esté en nosotros, en mí, no en el pedregal. Un desbarajuste interno que me empujó, en aquel soleado viernes, a irme por los cerros de Úbeda -y los pedregales abulenses- en compañía de Fuerza y Belleza.
viernes, 6 de julio de 2012
LAS SILABAS DEL TIEMPO
Castillo  de Dunsinane; almenas de  piedra  rezumando  humedad,  bajo un frío cielo agitado del que cuelgan racimos de  nubes plomizas. Suenan ayes lastimeros, gritos  femeniles,  llantos.  Seyton  anuncia que  la  reina  ha  muerto. Macbeth  permanece  un  instante en  silencio;  luego sacude  la  cabeza  en  un  gesto de aceptación, ni  resignada  ni  doliente,  y  habla despacio,  ronco de  fatiga  y  hartazgo. “Debió  morir  más  adelante;  habría  llegado  el  momento  para  tal  palabra:   mañana  y  mañana  y  mañana,  avanza  a  ese  breve  paso,  día  tras  día,  hasta  la  última  sílaba  del  tiempo  prescrito.” Cortos  tal  vez  los  pasos,  mas  no  el   ritmo   implacable  con que  se  suceden.  Ayer, opacas albas  invernales  levantaban complicadas estructuras de  hielo, en  los  pastos  altos  del  borde  de  los campos.  Hoy,  trigales ondulantes   propagan un  incendio de  amapolas.  Mañana  estallarán  los  soles  sofocantes calcinando caminos. Vienen,  se  van,  regresan  el  estío, la siega... y  una  vez, otra y otra, octubre  tintorero sumerge en óxidos y azufre los álamos del pueblo silencioso. 
Observo cada día en el espejo este rostro surcado por tantos calendarios. Y mi cabeza se cubrió de nieve. ¡Ah, con qué inadvertida diligencia! El reflejo muestra -de un modo que a veces me parece decididamente burlón- a ese hombre al que he tratado con tal intimidad durante tantos lustros (“¡Quince, quince!” -rie el otro inverso) que hasta me parece conocerlo. Aunque quizá sea nada más que ilusión. Como un actor que jamás abandonara por completo su personaje, conservando un atisbo de máscara, de disfraz: alimentándose del personaje y, a la vez, alimentándolo con su propio ser hasta una total compenetración. ¿Cuál de los dos en verdad es? Reflejos. Los otros ven de mí solamente un reflejo y me identifican con él. Sin embargo yo no soy eso. De ninguna manera lo soy. Y cuando digo yo, no siempre estoy refiriéndome a una misma identidad, sea personaje o actor. Digo yo, para expresarlo de algún modo.
Contemplo la imagen especular cubierta por un quebradizo barniz de años, y esa pátina, -que en parte es volátil “ahora” y en parte “ayer” engañosamente presente- transforma este momento único en una suma, acopio de infinitos instantes carcomidos, sedimentos de la memoria. Tan vasto pasado parece a veces inmediato, sencillo... benévolo. Pero zonas enteras están ya desleídas por penumbras neutras. ¿Qué parte fue buena aunque doliera? ¿Qué otra, laboriosamente construida, devino fracaso, pérdida... nulidad? No importa.
Mañana y mañana y mañana... todo mansamente transformándose en humo, rescoldos y ceniza. “¡Apágate, apágate, breve candela! La vida es sólo una sombra caminante, un mal actor que, durante su tiempo, se agita pavoneándose en la escena, y luego no se le oye más.” Al final, no quedará de nosotros ni siquiera el gastado recuerdo.
Se apagan los focos. Silencio. Cae el telón.
Observo cada día en el espejo este rostro surcado por tantos calendarios. Y mi cabeza se cubrió de nieve. ¡Ah, con qué inadvertida diligencia! El reflejo muestra -de un modo que a veces me parece decididamente burlón- a ese hombre al que he tratado con tal intimidad durante tantos lustros (“¡Quince, quince!” -rie el otro inverso) que hasta me parece conocerlo. Aunque quizá sea nada más que ilusión. Como un actor que jamás abandonara por completo su personaje, conservando un atisbo de máscara, de disfraz: alimentándose del personaje y, a la vez, alimentándolo con su propio ser hasta una total compenetración. ¿Cuál de los dos en verdad es? Reflejos. Los otros ven de mí solamente un reflejo y me identifican con él. Sin embargo yo no soy eso. De ninguna manera lo soy. Y cuando digo yo, no siempre estoy refiriéndome a una misma identidad, sea personaje o actor. Digo yo, para expresarlo de algún modo.
Contemplo la imagen especular cubierta por un quebradizo barniz de años, y esa pátina, -que en parte es volátil “ahora” y en parte “ayer” engañosamente presente- transforma este momento único en una suma, acopio de infinitos instantes carcomidos, sedimentos de la memoria. Tan vasto pasado parece a veces inmediato, sencillo... benévolo. Pero zonas enteras están ya desleídas por penumbras neutras. ¿Qué parte fue buena aunque doliera? ¿Qué otra, laboriosamente construida, devino fracaso, pérdida... nulidad? No importa.
Mañana y mañana y mañana... todo mansamente transformándose en humo, rescoldos y ceniza. “¡Apágate, apágate, breve candela! La vida es sólo una sombra caminante, un mal actor que, durante su tiempo, se agita pavoneándose en la escena, y luego no se le oye más.” Al final, no quedará de nosotros ni siquiera el gastado recuerdo.
Se apagan los focos. Silencio. Cae el telón.
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