Hace poco regresaba yo en tren a  Salamanca  desde Madrid. Aunque entusiasta admirador de paisajes, suelo acompañarme con un libro, “por las dudas”; en este caso “Memorias de Adriano”, de Yourcenar. Ciertamente el encanto de ese texto -la belleza del estilo pero asimismo  el  influjo de las ideas- me  había atrapado por completo. “...el viejo Terpandro definió con tres  palabras  el  ideal  espartano, el  perfecto modo de vida  que Lacedemonia  soñó  sin  alcanzarlo: Fuerza,  Justicia,  Musas.  La  fuerza  constituía  la  base, el  rigor sin  el  cual  no  hay  belleza...”  Ah, sí:  los Ideales. Un sueño maravilloso, sin duda, aunque inalcanzable como son siempre los sueños. ¿Acaso puede  un hombre  inteligente y culto creer en  ellos?  ¿¿¿Justicia???  Una Fuerza  que no sea autoritaria... Palabras, meros símbolos, como “rigor”, “perfección”...“orden”.
En aquel momento, dejadas atrás las almenas de Ávila, atravesábamos una  extensión de pedregales: peñas enormes rodeadas por una cohorte de rocas menores, sucediéndose durante kilómetros mientras el tren las sorteaba despacio. He contemplado muchas veces ese panorama  y, cada vez, me produce similar fascinación lo rudo, indomable de su hermosura. Belleza, sí. Fuerza  también. Sin  embargo... ¿rigor? ¿Orden... o caos?  Desorden. Un  hermosísimo desorden,  tal es la  impresión que siempre he tenido:  la de algo casual,  desestructurado.  Pero... ¿es realmente así?  Aquella tranquila  mañana otoñal, en el ocioso interregno del somnoliento vagón, me permití someter a examen  mis impresiones. ¿Desorden?
Epistemológicamente -leo en la enciclopedia- “se ha tendido a asociar al caos con la incapacidad  del  hombre  de atender  a  todos  los  eventos  de  un  espacio concreto  y  en  un  instante  determinado, teniendo que  asumir los conceptos  de azar,  aleatorio,  incertidumbre...  en oposición  al  orden o  a  una  posible  ratio  o logos.”  Muy  complicado;  a  fin de cuentas sólo se trata de piedras y  de  un personal concepto de belleza. El científico francés Poincaré  decía: “El  azar no  es  más  que la  medida de  la  ignorancia  del  hombre.”  Ignorancia,  claro  está:  la  que lleva a un individuo viajero a divagar sobre asuntos que lo superan de lejos, con el riesgo de precipitarse en  especulaciones acerca de  una  rara  variante española  del  Efecto Mariposa, ejercida por  unas peñas.  No, no, dejemos en  paz  la Teoría del Caos. 
Caos... génesis:  tal era el derrotero de  mis ideas aquella mañana. El ser humano  rechaza lo informe, necesita  percibir en las cosas  una suerte de estructura. Incluso en un pedregal.  Eso que semeja desorden fortuito -me dije entonces- ¿no será en realidad una clase de organización peculiar, específica, irreconocible  para  mí,  pero exacta? Un ordenamiento -tan preciso que sería expresable en ecuaciones- derivado del origen mismo del  peñascal, de las fuerzas físicas allí actuantes, como... como una especie de karma pétreo. Más teorías, por supuesto (como siempre conmigo; a fin de cuentas, es perfectamente  concebible que yo mismo sea  sólo  una hipótesis.)
Mientras mi mente desbocada  realizaba su propio viaje, habíamos entrado en la provincia de Salamanca, y sólo se veían campos roturados. Otro tipo de panorama, de belleza:  figuraciones geométricas  sucediéndose, nada  librado al  azar.  Al  viejo Terpandro  le  hubiese  gustado. Ya puestos  a  conjeturar -me dije  poco después  mientras descendía  en  Vialia-  también  es  posible  que  el  desarreglo -si  lo hay-  esté  en   nosotros,  en  mí,  no  en  el  pedregal.  Un  desbarajuste  interno  que  me  empujó,  en  aquel  soleado  viernes,  a  irme  por  los cerros  de  Úbeda  -y  los  pedregales  abulenses-  en  compañía  de  Fuerza  y  Belleza.
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario