viernes, 6 de julio de 2012

LAS SILABAS DEL TIEMPO

Castillo de Dunsinane; almenas de piedra rezumando humedad, bajo un frío cielo agitado del que cuelgan racimos de nubes plomizas. Suenan ayes lastimeros, gritos femeniles, llantos. Seyton anuncia que la reina ha muerto. Macbeth permanece un instante en silencio; luego sacude la cabeza en un gesto de aceptación, ni resignada ni doliente, y habla despacio, ronco de fatiga y hartazgo. “Debió morir más adelante; habría llegado el momento para tal palabra: mañana y mañana y mañana, avanza a ese breve paso, día tras día, hasta la última sílaba del tiempo prescrito.” Cortos tal vez los pasos, mas no el ritmo implacable con que se suceden. Ayer, opacas albas invernales levantaban complicadas estructuras de hielo, en los pastos altos del borde de los campos. Hoy, trigales ondulantes propagan un incendio de amapolas. Mañana estallarán los soles sofocantes calcinando caminos. Vienen, se van, regresan el estío, la siega... y una vez, otra y otra, octubre tintorero sumerge en óxidos y azufre los álamos del pueblo silencioso.

Observo cada día en el espejo este rostro surcado por tantos calendarios. Y mi cabeza se cubrió de nieve. ¡Ah, con qué inadvertida diligencia! El reflejo muestra -de un modo que a veces me parece decididamente burlón- a ese hombre al que he tratado con tal intimidad durante tantos lustros (“¡Quince, quince!” -rie el otro inverso) que hasta me parece conocerlo. Aunque quizá sea nada más que ilusión. Como un actor que jamás abandonara por completo su personaje, conservando un atisbo de máscara, de disfraz: alimentándose del personaje y, a la vez, alimentándolo con su propio ser hasta una total compenetración. ¿Cuál de los dos en verdad es? Reflejos. Los otros ven de mí solamente un reflejo y me identifican con él. Sin embargo yo no soy eso. De ninguna manera lo soy. Y cuando digo yo, no siempre estoy refiriéndome a una misma identidad, sea personaje o actor. Digo yo, para expresarlo de algún modo.

Contemplo la imagen especular cubierta por un quebradizo barniz de años, y esa pátina, -que en parte es volátil “ahora” y en parte “ayer” engañosamente presente- transforma este momento único en una suma, acopio de infinitos instantes carcomidos, sedimentos de la memoria. Tan vasto pasado parece a veces inmediato, sencillo... benévolo. Pero zonas enteras están ya desleídas por penumbras neutras. ¿Qué parte fue buena aunque doliera? ¿Qué otra, laboriosamente construida, devino fracaso, pérdida... nulidad? No importa.

Mañana y mañana y mañana... todo mansamente transformándose en humo, rescoldos y ceniza. “¡Apágate, apágate, breve candela! La vida es sólo una sombra caminante, un mal actor que, durante su tiempo, se agita pavoneándose en la escena, y luego no se le oye más.” Al final, no quedará de nosotros ni siquiera el gastado recuerdo.

Se apagan los focos. Silencio. Cae el telón.

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