Castillo  de Dunsinane; almenas de  piedra  rezumando  humedad,  bajo un frío cielo agitado del que cuelgan racimos de  nubes plomizas. Suenan ayes lastimeros, gritos  femeniles,  llantos.  Seyton  anuncia que  la  reina  ha  muerto. Macbeth  permanece  un  instante en  silencio;  luego sacude  la  cabeza  en  un  gesto de aceptación, ni  resignada  ni  doliente,  y  habla despacio,  ronco de  fatiga  y  hartazgo. “Debió  morir  más  adelante;  habría  llegado  el  momento  para  tal  palabra:   mañana  y  mañana  y  mañana,  avanza  a  ese  breve  paso,  día  tras  día,  hasta  la  última  sílaba  del  tiempo  prescrito.” Cortos  tal  vez  los  pasos,  mas  no  el   ritmo   implacable  con que  se  suceden.  Ayer, opacas albas  invernales  levantaban complicadas estructuras de  hielo, en  los  pastos  altos  del  borde  de  los campos.  Hoy,  trigales ondulantes   propagan un  incendio de  amapolas.  Mañana  estallarán  los  soles  sofocantes calcinando caminos. Vienen,  se  van,  regresan  el  estío, la siega... y  una  vez, otra y otra, octubre  tintorero sumerge en óxidos y azufre los álamos del pueblo silencioso. 
Observo  cada  día  en  el  espejo  este  rostro  surcado por  tantos  calendarios. Y  mi  cabeza  se  cubrió  de  nieve. ¡Ah, con  qué  inadvertida  diligencia! El reflejo muestra -de un modo que a veces me parece decididamente  burlón- a ese hombre al que he tratado con tal intimidad durante tantos lustros (“¡Quince, quince!” -rie el otro inverso)  que hasta me parece conocerlo. Aunque quizá sea nada más que ilusión. Como un actor que jamás abandonara por completo su  personaje, conservando un  atisbo de máscara, de  disfraz:  alimentándose del  personaje  y, a  la  vez,    alimentándolo con  su  propio  ser  hasta  una total compenetración. ¿Cuál de los dos en  verdad  es?  Reflejos.   Los otros ven de mí  solamente un reflejo y me identifican  con él. Sin embargo  yo no soy eso.  De ninguna manera lo soy. Y cuando digo yo, no siempre estoy refiriéndome a una misma  identidad, sea personaje o actor. Digo yo, para expresarlo de algún modo.
Contemplo  la  imagen especular  cubierta  por un  quebradizo barniz  de años,  y  esa  pátina, -que en parte es volátil  “ahora”  y en parte “ayer” engañosamente  presente-  transforma  este  momento único  en una suma, acopio de infinitos instantes carcomidos, sedimentos  de la memoria. Tan  vasto pasado parece  a  veces  inmediato,  sencillo...  benévolo. Pero zonas enteras están  ya desleídas por penumbras neutras. ¿Qué parte fue buena aunque doliera? ¿Qué otra, laboriosamente construida, devino fracaso, pérdida...  nulidad?  No importa.
Mañana  y  mañana  y  mañana... todo  mansamente  transformándose  en  humo,  rescoldos  y  ceniza. “¡Apágate,  apágate, breve  candela!  La  vida  es  sólo  una  sombra  caminante, un  mal  actor  que,  durante  su  tiempo,  se  agita   pavoneándose  en  la  escena,  y  luego  no  se  le oye  más.”  Al  final, no quedará de  nosotros ni siquiera el  gastado recuerdo. 
Se apagan los focos. Silencio. Cae el telón.
 
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