Una vez más deseo invitar a mi paciente aunque hipotético lector, a viajar en el espacio y el tiempo para un nuevo encuentro con los Pargiter, y concretamente con Eleanor que, muy tarde en la noche durante la fiesta veraniega del clan, a la que ya hemos asistido, rememora ensimismada su pasado. Sally le ha dicho que ella y North han estado hablando de su vida.
       «Mi vida, se  dijo Eleanor. En realidad no tengo vida propia. ¿La vida no debiera ser algo que uno pudiera producir y dominar? Una vida de más de setenta años. Pero yo sólo tengo el momento presente. Ahora, allí estaba, viva, escuchando un fox-trot.» 
       Más de setenta son muchos años, sí. Imposible evocarlos todos; la memoria bucea, escarba, atrapa imágenes, añicos de conversaciones o lecturas, el vislumbre de remotos escenarios... fotogramas. Pero casi siempre hay algo que se escapa, se extravía o se deforma; aunque también, en ocasiones, estalla nítidamente como un fuego de artificio y cuaja en una dulce y cálida remembranza apenas velada por el paso del tiempo.  
       Solamente tenemos el presente. Parece resonar aquí un eco de Borges: «Tu materia es el tiempo. Eres cada solitario instante.»  Instantes que se asemejan a ligeras pompas iridiscentes, efímeras y bellas. Ascienden  refulgiendo, giran mecidas por el aire manso y desaparecen con un suavísimo estallido. Una tras otra y otra, en una danza sutil que ya tiene establecido su rítmico implacable final. Nuestro soplo configura su pulcra redondez. ¿Basta esto para poder afirmar que, como querría Eleanor, la dominamos?
       No un dominio completo ni  permanente, en todo caso, pues no es posible ignorar que muchas jornadas -o períodos enteros- pasan sin dejar huella, malgastados. Con harta frecuencia nos comportamos irresponsablemente frente a nuestro caudal de días, mermante pese a que nos parezca tan inmenso, eterno, como las arenas del desierto. Arrojamos a lo alto puñados de granitos brillantes y decimos al viento que pasa y no vuelve: «¡Llévatelos! Esto no es lo que yo esperaba. No lo quiero.» Y el aire sopla y vuela, sopla y lleva, mientras la  arena se arremolina, resbalando en desbandada, perdida. ¿Podemos realmente decir que ya no incurrimos en tales errores, aún viendo las dunas abreviarse deprisa, poblándose de oquedades sombrías?
       Pero nos hemos apartado de Eleanor, que mientras escucha el fox-trot, plenamente consciente del largo camino que su existencia ha recorrido, se entrega a sus recuerdos. «Realmente era una parte de  sí misma  hundida  que volvía  a  la  superficie.»  «Quizás haya  un «yo» en el centro  de esa vida, pensó; un nudo, un centro.» También North está pensando en ese centro: «La sabrosa nuez. El fruto, la fuente que todos llevamos  dentro; por lo tanto ¿a  santo  de qué ponernos un caparazón encima?» Aunque él mismo llega a una respuesta, que ya mencionamos en nuestro acercamiento anterior, cuando lo conocimos: «Cada uno de nosotros teme a los demás. Pero ¿de qué tenemos miedo? De las críticas, de las risas.»
Un núcleo escondido, secreto, auténtico; y alrededor el caparazón, muralla protectora... disfraz. Porque aquel fruto, aunque fijo, definitivo, completo, es también vulnerable y puede resultar frágil. Tememos exponerlo a miradas indiscretas, especialmente si una endeble autoimagen nos lleva a dar por ciertos los mil fallos y fealdades que nuestra amedrentada imaginación nos presenta. Entonces, sintiéndonos en falta, menoscabados ante nuestros propios ojos y recelando de posibles censuras, intentamos defendernos aplicando subterfugios, cosméticos que sustituyan aquello que nos parece disforme, por una ficción igualmente dolorosa pero aceptable, «bonita». Ya no el «método Manrique» que otras veces he mencionado, sino el «vestir al desnudo» pirandelliano: cubrir nuestra desnudez con una ropa admisible, digna, aunque sea mentida. ¿Existe una falsedad mayor, más inútil? Por miedo. Creamos así una actitud, una conducta, que acaba anquilosándose y ya no podemos librarnos de ella.
       Yo y el Otro... difíciles componentes de una muy compleja ecuación. Somos como una nave que intenta deslizarse  entre bajíos  y  arrecifes  en  medio de  una  mar desconocida  y encrespada,  fijando el rumbo con rudimentarios instrumentos, y un piloto cuya única escuela es la propia experiencia. A merced de corrientes y mareas, siempre amenazados por inminentes zozobras. Y el miedo. 
       En pleamares piensa también North cuando expresa un anhelo que todos hemos hecho nuestro alguna vez: el de tener «una vida  que siga  el ejemplo  del cohete,  de la fuente, de la fuente que salta  con  fuerza; otra vida, una vida  diferente»  y  luego «avanzar, ser la  burbuja  y la corriente -yo y el mundo juntos-»  (Una vida distinta, una vida otra. De nuevo el mismo inoperante deseo, siempre a la espera de que llegue -no sabemos de dónde- la soñada maravilla. Variante, tal vez, del suplicio de Tántalo: rodeados de múltiples dones  que insistimos en desechar, nos agostamos tendiendo  las  manos  a inasibles goces virtuales.)  Yo y el mundo: la constante danza de globitos multicolores  formando una  unidad con el aire que los transporta; navío y marea uniendo sus energías  para el avance hacia una presentida serena ensenada... aunque de inmediato North contrapone  a este deseo aquella endeble autoimagen: «¿Cómo puedo hacerlo, yo, si no sé qué es lo sólido, qué es verdad  en mi vida, en la vida de los demás.»
       ¿Solidez? ¿Verdad? Oh, lo «verdadero» Pongamos a veinte personas ante una misma «verdad» y obtendremos veinte versiones diferenciadas, todas disputándose ser la única correcta. ¿Hay realmente algo que sea una verdad objetiva? No podemos estar seguros más que de nuestra propia existencia. Y en eso reflexiona  Eleanor cuando ya  la fiesta  de los Pargiter se  acerca a  su fin. «Nada sabemos. Sólo comenzamos a comprender, ahora esto, ahora aquello.» (Comprender por lo menos el mundo en cuyo entorno nos creamos con esfuerzo. Pero sólo logramos ver porciones, esquirlas; el todo se nos escapa, apenas contorno vago, imprecisa señal adivinada tras un cristal oscuro. Únicamente arañamos superficies, rozamos la cerrada corteza. ¡Cuán extraños parecemos a veces ante nuestros propios ojos! ¿Cómo, pues, pretender asomarnos a la incógnita de los otros?) «Forzosamente  ha  de  haber  otra vida, aquí  y  ahora, pensó. Esto es  excesivamente  breve, excesivamente fragmentado.» Y después, formando un  hueco entre sus manos: «Quería encerrar en  ellas  el  momento  presente; retenerlo; llenarlo  más  y  más con  el  pasado, con  el  presente, con  el  futuro, hasta  dejarlo  esplendente, íntegro, con profunda  comprensión.» Colmar el  huidizo aquí-y-ahora, enriquecerlo, pulirlo, y que  nuestro ayer  más remoto y el incierto mañana  -la vida vivida y la imaginada, la ruta que un día escogiéramos y la que descartamos- se unan en él profundamente imbricadas, fusionadas, complementarias, formando un todo multiforme y único. También es así  como,  a través del reiterado  exorcismo de estas páginas,  yo  y  todos  mis  yo-otros -esos que en mí alientan empecinados, anhelando o fantaseando,  en pugna siempre por surgir  y tomar la palabra- llegamos a  ser uno solo y  el  mismo. 
       Y tendiendo ambas manos a Morris, Eleanor repitió:
       -¿Y ahora...? 
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