miércoles, 13 de junio de 2018

DE AVENTURAS, MEMORIAS Y TIEMPO


I  -  La  aventura

La Náusea de J. P. Sartre es una reflexión existencial desarrollada bajo la forma ficticia de un diario de su protagonista, Antoine Roquentin.  Al iniciar tales memorias este se lamenta de que, aunque presume de haber vivido muchas aventuras, en realidad nunca tuvo ninguna. Ha tenido “historias, acontecimientos, incidentes” pero no aventuras. Y no es cuestión de palabras –agrega- sino de que su verdadero interés era otro: que en algunos momentos y sin necesidad de circunstancias extraordinarias,  su vida pudiera “adquirir una cualidad rara y preciosa.” 

Retomando luego esas reflexiones, nuestro protagonista deriva a una conclusión ciertamente peculiar: “He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas; ve a través de ellas todo lo que sucede, y trata de vivir su vida como si la contara.  Pero hay que escoger: o vivir o contar.”

Uno de los múltiples puntos de intersección entre quien esto escribe y aquel apasionante personaje literario ha llegado a ser, curiosa y casualmente, ese tema de las aventuras.  Lejos de mí cualquier intención de especular con definiciones. No tengo interés en  aventuras, más allá de algún film de Indiana Jones.  No obstante, una elemental solidaridad con Antoine Roquentin me impulsa a considerarlas, en relación con el remate que propone a su tesis: “Me daba lo mismo que no hubiera aventuras. Mi única curiosidad era saber si no podía haberlas.”
 
Es conveniente conocer las propias posibilidades (incluso cuando están agotadas) de modo que también yo me interrogo: ¿alguna vez tuve ocasión de convertirme en un aventurero? (A estas alturas de mi vida la respuesta no importa nada, pero, por un capricho de mi mente, ha devenido propósito principal y excusa de estas páginas.)  Todo es muy relativo,  pero lo cierto es que sí hubo, en un pasado remoto -tan difuso que se asemeja a las neblinas del sueño- un episodio de naturaleza muy inusual que, de ser necesario, bien podría ser considerado como auténtica peripecia. 

A comienzos del otoño austral de 1958 -tenía yo 20 años- realicé el primero de mis viajes por tierras sudamericanas, muy lejos de mi hábitat natural. Solo, mochila al hombro, llegué a la Quebrada de Humahuaca: noroeste argentino, a unos 1500 kms. de Buenos Aires. Se trata de un espectacular valle fluvial de 150 kms. de extensión, flanqueado por cadenas montañosas, ubicado a más de 2000 metros de altitud.  Sobre él convergen varias quebradas secundarias de tamaño considerablemente menor, una de las cuales sería el impensado escenario de mi supuesta aventura.

Impensado, porque no figuraba en mis muy estudiados y súper planificados  itinerarios, detenerme en un pueblecito que consideraba desprovisto de interés, de cuyo nombre verdaderamente no puedo acordarme. Mas alguien (que asume aquí sin saberlo el rol de Destino o Hado) me habló de un campo de petroglifos ubicado precisamente en una de las referidas mini-quebradas transversales, cerca de aquella localidad. Para un sempiterno urbanita, curioso y ávido de nuevas experiencias, la tentación resultó irresistible. 

No recuerdo nada de mi llegada a la población, ni mis andanzas anteriores al instante en que me interné en el desfiladero indicado, a primera hora de una tibia mañana de abril. Cuando mi memoria se aclara veo ya el escenario completo: un lugar estrecho, reseco, verdadero tajo entre montañas, puro pedregal. Los circundantes farallones de piedra, juntándose en mi horizonte, transforman en enigma lo que habrá más allá. Sol brillando en un cielo impecable. La brisa, encajonada por aquellos muros, cuchichea insistente peinando la rala vegetación.

A fuer de sincero debo confesar que he olvidado totalmente si encontré o no los petroglifos. (Mi selectiva memoria ha decidido que su lugar en esta historia está cumplido y no hay razón para volver a ocuparse de ellos.) En cambio, sí  recuerdo con claridad que me movía y brincaba ágilmente entre pedruscos, trotando en los ocasionales tramos de terreno despejado. Y solo pensaba en avanzar más, más, más… dominado por una especie de alborozado frenesí andariego que me hizo perder toda noción del tiempo. 

Un par de veces la orientación de la quebrada se desplazó unos grados, y cada nuevo horizonte era exactamente igual al anterior: el enigma no podría revelarse. Mas eso carecía de importancia: nunca había sido la meta. ¿Cuál fue, entonces?  Lo ignoro; no puedo saber qué inverosímil azar me condujo hasta esa precisa confluencia de tiempo y espacio, ni con qué propósito. Pero me encontré de pronto viviendo unas circunstancias desusadas, y estas me impulsaron a actuar espontáneamente en abierta contradicción con todo lo que yo había sido y hecho hasta ese momento. (¿Acaso es posible que las cosas  ocurran porque sí y que sus raíces permanezcan en la sombra? ¿Que un suceso no signifique nada más allá de sí mismo, de su propio acaecer? Pero… divago, perdonadme; vuelvo atrás, al roquedo, al silbido del viento, su caricia.)  Finalmente la fatiga se impuso y me detuve. Las protestas de mi estómago vacío insinuaban que el sol  había traspuesto ya su cenit: parecía necesario emprender el regreso.

Busqué un peñasco que pudiera utilizar como atalaya y allí trepado observé largamente en derredor,  impregnando de aquel paisaje los ojos y el recuerdo. Una intensa percepción de inmensidad extrañamente recoleta, produjo como efecto bumerán  la plena consciencia de mí mismo subsumido en ella como elemento paralelamente singular. Era yo, de un modo nuevo y asombroso:  yo, sintiéndome vivir.  (Escribo esto y sé que me expreso avaramente; sé que no puedo definir lo que en verdad sentía; apenas si logro bordearlo con unas pocas e imprecisas pinceladas.)  Era yo existiendo allí con todos y cada uno de los átomos de mi ser. Era yo y estaba completamente solo, pues ese “allí” era un erial desierto, a considerable distancia de cualquier presencia humana. (Hecho maravilloso aunque aterrador.)

Nunca antes había podido siquiera  imaginar una soledad física tan radical.  (La soledad de la Naturaleza, del planeta girando enloquecido en el vacío, del entero universo disipándose.) Pero aquel particularísimo microcosmos era profundamente ajeno a la invasión a que yo lo sometía. No me acogía pero tampoco me rechazaba: nada. Impasible. Neutro. Sin embargo existía fuertemente al mismo tiempo que yo… y  cuanto más concreto percibía yo su existir, más se afianzaba el mío propio, que parecía dilatarse vibrando de un modo inusualmente firme y confiado. Sentí deseos de gritar de pura exaltación, y las peñas devolvieron multiplicada mi voz al infinito.

Horas después, cuando en el pueblo me hablaron de muchedumbres de víboras asolando aquel roquedal pensé que, como buen viajero bisoño, había sido muy imprudente. Pero ya no  importaba.

Han transcurrido seis décadas y muchas otras experiencias, pero la huella de aquella continúa imborrable. Fue un verdadero viaje iniciático, el instante profundamente germinal en que un apocado muchachito comenzó a transformarse en individuo adulto. De alguna manera, el hombre que he sido después nació aquella mañana otoñal en Humahuaca.



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