lunes, 12 de marzo de 2012

ET EGO IN ARCADIA

     En la segunda mitad del siglo XV, un aristocrático guerrero castellano que, además (¡vaya ocurrencia!), era poeta, escribió: "...como a nuestro parescer, cualquiera tiempo pasado fue mejor."  En la segunda mitad del XX, el autor de estas líneas hizo de tales palabras la brújula que habría de guiarlo en su particular búsqueda del tiempo perdido, es decir la infancia: Arcadia, Paraiso. SU Paraiso.
     ¿Paraiso? ¡Con qué facilidad nos mentimos! Ante un presente emborronado por circunstanciales -aunque obstinados- nubarrones (que quizás estén solamente en nuestros ojos), volvemos la vista atrás (¡ahhh, las remotas, tersas, dulces, suaves, espléndidas, maravillosas, etc. etc. horas pasadas! ¡Ahhhhhhhh!)  persiguiendo las luces extinguidas. Y esos distantes parpadeos supuestamente rutilantes nos parecen más cálidos, seguros y felices que cualquier otra cosa presente o futura. Lógico: los vemos como deseamos verlos. Todo es cuestión del punto de vista.

     En los intrincados meandros de la recordación, allí donde las flores del olvido ejercen su piadosa misión aliviadora, se despliegan también  generosos racimos de invención, coloreados de realidad ansiada. El pasado verdadero circula por los alambiques de la fantasía, destilando un híbrido de mayor cuerpo y mejor regusto y aroma, con una graduación alcohólica más adecuada para producir esa dulce embriaguez de la nostalgia por algo que jamás existió, que es la más sublime de las nostalgias.
     Gracias a esta capacidad para idealizar retrospectivamente, la rememoración resulta arma eficaz contra la perenne acechanza de las frustraciones, lluvia ácida del alma que conoce indigencias y se duele. Donde había desvanecidas medias tintas, instauramos un lujurioso blanco de plata con reverberaciones irisadas. Como un prestidigitador extrae conejos de su chistera, hacemos brotar del vacío un simulacro de dicha, y el falso consuelo que nos aporta -no somos codiciosos- es mejor que nada.

     El hombre, que para no sentirse desamparado creó dioses a su imagen y semejanza -idealizando también mucho- reinventa constantemente su mundo interior, dominio único, vedado muchas veces a los otros, paraiso e infierno. Porque todo porta en sí su indiviso contrario.

No hay comentarios:

Publicar un comentario