viernes, 4 de mayo de 2012

ACCIONES Y REACCIONES



Entre la idea y la realidad, entre los actos
y el gesto, cae la sombra.
T. S. Eliot


Atardece un día de verano de 1911. Eleanor Pargiter, de visita en casa de su hermano Morris -personajes de “Los años” de Virginia Wolf- se preocupa por él, observándolo durante la cena. Otro invitado -todo un “Sir”- cuenta anécdotas “con voz de trueno.” Alardea -piensa Eleanor- “y es natural pues ha hecho muchas cosas.” Morris en cambio -“calvo y flaco”- permanece callado. Se compara -cree ella- porque “no ha hecho carrera.” Y entonces duda si se equivocó al estimular su propósito de dedicase a la abogacía. Sea como sea -concluye- lo hecho, hecho está. Morris formó una familia y “tuvo que seguir adelante, tanto si le gustaba como si no.” Y esa ineludibilidad de la situación creada, la lleva a reflexionar: “Cuán irrevocables son las cosas. Hacemos nuestros experimentos y, luego, estos hacen los suyos.”

Experimentos. Tentativas, no siempre hechas de modo reflexivo. Unas salen bien, otras no. De niños, de adolescentes, estamos llenos de ilusiones respecto de nosotros mismos y nuestro futuro. Nos lanzamos de lleno en el camino elegido, con prisa por llegar al clamoroso éxito que seguramente -¡seguramente!- coronará nuestro empeño. Y sin embargo, luego... ¿Ah, qué ha sucedido? Acciones y reacciones: una cosa lleva a la otra e, inadvertidamente, se va tejiendo en torno nuestro una inflexible red de circunstancias, en la que un buen día nos vemos aprisionados, sin saber cómo hemos ido a parar allí. Entonces protestamos, desconcertados. “¡Pero... pero si no era esto.. para nada era esto lo que yo...!” Vía muerta y ya no se puede volver atrás.

¡Inefable distancia entre la aspiración y la vida! Parodiando a Eliot podríamos decir: “entre el proyecto y su ejecución, entre la fantasía y la praxis, entre lo apetecido y lo posible, cae la sombra.” Difícil porvenir. Porque tengamos presente que el hombre tropieza con la misma piedra, no sólo dos sino muchas veces, de modo que fallos hace tiempo perdidos en los recovecos del pasado, se actualizan, propagando en el presente múltiples ecos que se repiten hacia el futuro. Para colmos, el resultado de nuestros errores también afecta, en ocasiones, a otras personas. Esto, el daño hecho a inocentes, es lo peor.

Intentamos defendernos alegando aquello de “la intención es lo que realmente cuenta.” No obstante, las objeciones a esta vieja disculpa son incontables. Los mejores propósitos impulsaron el quehacer del Dr. Frankenstein... y ya conocemos el resultado. Lo no dicho por Mary Shelley es que los monstruos son muy tenaces, perviven, hacen jueguecitos entre ellos -tal vez por el mismo afán experimental del famoso doctor- procreando nuevos engendros que, ya autónomos, pueblan imparables nuestros sueños.

Miss Pargiter estaba en lo cierto: toda acción tiene algo de inapelable y fatal. Cae la sombra. Cae la sombra y el designio se tuerce irremediablemente, el efecto se adultera. ¿Y en qué clase de causa espuria se transformará a su vez tal efecto, deforme ab initio? ¿Qué serie de aberrantes acciones y reacciones llegarán a desencadenarse partiendo de un involuntario error o descuido?

Ah, no, no: el Destino debería contratar un buen Ministro de Obras Públicas, capaz de señalizar eficazmente cada ruta individual.

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