viernes, 15 de febrero de 2013

COMPUTO

Cuando cumplí los primeros cincuenta años, se me ocurrió realizar un cómputo detallado de tan empecidada supervivencia. "Medio siglo" resultaba abrumador, y al mismo tiempo con un matiz decepcionante; no dejaba de ser sólo una mitad, algo incompleto. "Cinco décadas"... mejor, pero aún muy modesto, una nimiedad con cierto aroma a infancia amplificada.

"Seiscientos meses", comenzaba a sonar impactante. ¡Más de dieciocho mil días! Al llegar ahí quedé sin aliento. ¡Vaya salto adelante! ¡Tremendo! Ya no aroma sino tufo, un rancio tufo a vinagre, como un encurtido.

Dieciocho mil días, con maravillosos amaneceres que pocas veces contemplé; con crepúsculos rojizos y noches abiertas al recuerdo -flor dulceamarga-, al gozo, la serena soledad... o la inercia.

Renuncié a calcular horas: no soy tan masoquista. Aquellos millares bastaron para entrever la vastedad de mi memoria, ciertamente mucho mayor que mi capacidad de evocación. Un espacio elástico, de contornos difusos, al que nunca podré asomarme en su totalidad. Ámbitos semicerrados, cavernosos, aislados y al mismo tiempo comunicantes; complejo entrecruzar de corredores penumbrosos, túneles. Túneles de Metro, sí, con multitud de estaciones en las que detenerse morosamente en los momentos de nostalgia o fatiga. O por las que pasar de largo, dejando burlados a los impacientes pasajeros: lo siento, amigos; este tren es expreso.

Innumerables estaciones, en todas las cuales seguramente recalé alguna vez para carga y descarga de ilusiones viajeras, evocaciones de hora punta. ¿Adónde van las que se apean? Tal vez aguarden otro tren... un conductor más experimentado; o se encaminen hacia otro túnel. ¡Hay tantos! O quizá salen a la calle y van a lo suyo. Las ilusiones están siempre muy atareadas, como azafatas de clase turística: todo el mundo las reclama y ellas deben correr de un lado a otro, atentas, serviciales, sonrientes. (Aunque, si uno las observa detenidamente, advertirá que su sonrisa es artificial, forzada, y su servicio tiene un trasfondo fraudulento.)

Conducir no es tarea fácil. Nuestro tren, tercermundista, es por completo manual; nada de com-putadoras que guien y controlen . Los ojos verdes o rojos que nos guiñan en la oscuridad de las vías, no siempre dicen la verdad, o no nos advierten a tiempo, y las posibilidades de fallo humano son muy elevadas. Al menor descuido podemos desembocar en una vía muerta, y entonces... vaya numerito nos montarán las ilusiones. Son muy quejosas y de genio vivo. ¿Y entonces? Volver atrás no siempre es factible. La vía muerta supondrá un estancamiento en la lobreguez, silencio de aguas estancadas con fermentos de olvido.

Pero volvamos al cómputo. Dieciocho mil noches para la evasión o el insomnio; para el cónclave de fantasmas y ausencias. Momentos germinales y soles abrasadores que todo marchitan. Vientos, lloviznas, cristales de nieve blanqueando el aire gris. Tranquilas nubes redondas y rosadas como mejillas de muchacha. Brisas leves, sedoso tremolar de abanicos laqueados. Y lunas. Y tormentas con súbitos, trepidantes látigos azules...

El escriba impasible observa y anota, registra lo vivido y lo soñado. Compila y almacena en archivos sombríos, en viejos cartapacios polvorientos rotulados con menuda letra negra. A veces se entremezclan y confunden los folios; lo meramente imaginado se traspapela, intercalado en lo real. No importa. Él asienta, calcula y mide con su ábaco de horas, analiza, interpreta.

Vibra el tren, pasando. En la negrura del túnel, un difuso resplandor señala la proximidad de otra estación. ¿Cuál?



1988

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