Cuando cumplí  los  primeros  cincuenta  años,  se  me  ocurrió  realizar  un  cómputo  detallado de  tan   empecidada  supervivencia. "Medio  siglo"  resultaba   abrumador,  y  al  mismo  tiempo con  un  matiz decepcionante;  no dejaba  de  ser  sólo  una   mitad,  algo  incompleto. "Cinco décadas"... mejor,  pero aún muy  modesto, una  nimiedad  con cierto  aroma  a  infancia  amplificada.
"Seiscientos  meses",  comenzaba  a  sonar   impactante.  ¡Más  de  dieciocho  mil  días!  Al  llegar  ahí quedé  sin  aliento. ¡Vaya  salto  adelante!  ¡Tremendo!  Ya  no  aroma  sino  tufo, un  rancio  tufo  a  vinagre, como  un  encurtido.
Dieciocho  mil  días, con  maravillosos  amaneceres  que  pocas  veces  contemplé;  con  crepúsculos rojizos  y  noches  abiertas  al  recuerdo -flor dulceamarga-, al  gozo,  la  serena  soledad... o  la  inercia. 
Renuncié  a  calcular  horas:  no soy  tan  masoquista. Aquellos  millares bastaron  para entrever  la vastedad  de  mi  memoria,  ciertamente  mucho mayor que  mi  capacidad  de  evocación. Un  espacio elástico, de contornos difusos, al que nunca podré asomarme en su totalidad. Ámbitos semicerrados, cavernosos, aislados  y  al  mismo  tiempo  comunicantes; complejo  entrecruzar de corredores penumbrosos, túneles. Túneles de  Metro, sí, con  multitud  de  estaciones  en  las que  detenerse  morosamente  en  los  momentos de  nostalgia  o  fatiga.  O  por  las  que  pasar de  largo,  dejando  burlados  a  los  impacientes  pasajeros:  lo  siento, amigos;  este  tren  es  expreso.
Innumerables  estaciones, en  todas  las cuales  seguramente  recalé  alguna  vez  para  carga  y descarga  de  ilusiones  viajeras,  evocaciones  de  hora  punta.  ¿Adónde  van  las  que  se  apean?   Tal  vez  aguarden  otro tren... un  conductor  más  experimentado;  o  se  encaminen   hacia  otro  túnel.  ¡Hay   tantos! O quizá   salen  a  la  calle  y  van  a  lo  suyo.  Las  ilusiones  están  siempre  muy  atareadas, como  azafatas de clase  turística:  todo el  mundo  las  reclama  y  ellas deben correr de un lado a otro, atentas, serviciales, sonrientes. (Aunque, si  uno  las observa  detenidamente, advertirá  que  su  sonrisa  es  artificial,  forzada,  y  su  servicio  tiene  un  trasfondo  fraudulento.)
Conducir no es  tarea fácil. Nuestro tren, tercermundista, es por completo manual; nada de com-putadoras  que   guien  y  controlen . Los  ojos  verdes o  rojos que  nos  guiñan  en  la  oscuridad de  las  vías, no  siempre  dicen  la  verdad, o  no  nos  advierten  a  tiempo, y  las posibilidades de  fallo humano son  muy elevadas.  Al   menor descuido podemos  desembocar  en  una  vía  muerta,  y  entonces... vaya  numerito  nos montarán  las  ilusiones.  Son  muy  quejosas  y  de  genio  vivo. ¿Y  entonces?  Volver  atrás  no siempre es  factible.  La  vía  muerta  supondrá  un  estancamiento en  la  lobreguez,  silencio de  aguas  estancadas con  fermentos  de  olvido.
Pero volvamos  al  cómputo. Dieciocho  mil  noches  para  la  evasión o  el  insomnio;  para  el  cónclave de fantasmas  y  ausencias. Momentos   germinales y  soles abrasadores que todo marchitan. Vientos, lloviznas, cristales de  nieve blanqueando  el  aire   gris. Tranquilas nubes  redondas  y  rosadas  como  mejillas de  muchacha. Brisas  leves, sedoso tremolar de abanicos laqueados. Y  lunas. Y  tormentas  con súbitos, trepidantes  látigos  azules... 
El  escriba  impasible  observa  y  anota,  registra  lo  vivido  y  lo  soñado. Compila  y  almacena  en archivos sombríos, en  viejos cartapacios polvorientos rotulados con menuda letra negra. A  veces se entremezclan   y  confunden  los folios;  lo meramente  imaginado se traspapela, intercalado en  lo real.  No  importa.  Él  asienta, calcula  y  mide con  su  ábaco de  horas, analiza,  interpreta. 
Vibra  el  tren,  pasando. En  la  negrura  del  túnel, un  difuso  resplandor  señala  la  proximidad  de  otra  estación.  ¿Cuál?
1988
 
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