viernes, 22 de junio de 2018

APUNTES SOBRE "LOS AÑOS" DE VIRGINIA WOOLF


I  -  Tensiones

Hagamos nuevamente el esfuerzo de trasladarnos a Londres. Esta vez, en una jornada primaveral de 1914, poco antes del estallido de la Gran Guerra. Pero no hablaremos de conflagraciones sino de los Pargiter, con los que establecimos contacto a través de Eleanor  (ver “Acciones y reacciones”).

Su hermano, el capitán Martin Pargiter,  está dando un paseo cuando se encuentra con  una de sus primas, Sally.  Como está “cansado de estar solo en compañía de sí mismo” (más de uno es propenso a sufrir esa comprensible fatiga) la invita a almorzar. Ahí comienzan los inconvenientes porque, aunque Martin desea conversación, al mismo tiempo teme que la chica –que es “especial”- se burle de él.  Sin embargo, como cada uno va a lo suyo -que es la situación más frecuente entre las gentes-  el resultado no es un conflicto sino simple diálogo de sordos. 

Otro más. Porque lo cierto es que la mayor parte de las asociaciones humanas suele desembocar en similar descalabro. Supongamos que uno se halla afectado por aquel cansancio de sí antes referido. Deseando contactar con otro ser –experiencia que muchas veces se reduce a hablar, hablar, hablar de su propia persona-  sale en su busca y lo encuentra.  Bien,  pero eso solo no basta: en ocasiones se requiere una clave de acceso o contraseña,  y si no damos con ella el resultado puede ser inverso al esperado: se hará más patente aún la distancia, la otredad de aquel espécimen que nos mira desde el otro lado de la frontera del Yo. Reticencias personales anulan el intento comunicativo; la oportunidad naufraga. Esta podría ser la causa de los titubeos y recelos que exteriorizan frecuentemente los personajes de esta novela, a los que a veces les sucede que, aunque no estén contra alguien, tampoco están con él.

Woolf proseguirá redondeando esta idea a través de otro personaje, Nicholas. “Vivir más naturalmente, mejor. El alma, el ser íntegramente considerado, desea expandirse […] mientras que ahora vivimos tensos, convertidos en un nudo pequeño y apretado. […] Cada cual en su propio compartimento.” Tal cosa le sucedió a Martin con Sara y se repetirá luego con otra de sus primas, Lady Lasswade, que ofrece una recepción.

Velada de clase alta inglesa: devaneo mundano, insubstancial pero brillante como fuegos de artificio. “Hablaban. Lo tenían todo dispuesto para añadir otra frase a la historia […] suministraban frases con notable vivacidad.” Un breve intercambio de palabras entre los primos resulta un error: él se muestra irónico y ella cree que se está burlando “como de costumbre”. (Temor a la burla que parece característica familiar.) En determinado momento Lady Lasswade se dirige al capitán:
 “- Será mejor que hablemos.”
Pero la autora agrega de inmediato, resumiendo brillantemente el sinsentido de la situación:
“Y, tras decir estas palabras, Kitty se calló.”

Somos animales parlantes. Oleadas, muchedumbres de palabras entrecruzándose sin término, tornadizas construcciones de aire elevándose con la gracia refulgente de unas pompas de jabón y, en ocasiones, la misma inútil belleza. Despilfarro en el que, con insistencia digna de mejor causa, solemos escamotear lo esencial, lo que realmente hubiese sido imperioso decir. Pero volvamos al salón de Kitty Lasswade.

La dama ha percibido, una vez más y con razón, la crítica implícita en la actitud de su pariente. Y Woolf comenta: “Martin ignora la razón por la que siempre desea herir a Kitty; pero lo desea, no cabe duda.” Pese a que le cae simpática y le gusta verla,  absurdos resquemores, indeseadas acciones compulsivas distorsionen y rompen el posible entendimiento. Quizás sería posible aún remediarlo con un poco de buena voluntad, pero la escena prosigue por otros derroteros. Una vez más, Lady Lasswade propone: “Siéntate, Martin, y hablemos.” Y el capitán se sienta “aunque tenía la impresión de que Kitty deseaba que se marchara.” Cierto, pues ella ansía que la recepción acabe cuanto antes, para poder irse al campo.

El  comportamiento  interpersonal  en el cerrado, impermeable universo de “Los años” –no muy distinto del nuestro-  se rige por una enmarañada red de condicionantes que enmascaran  a la persona real.  Esta exhibe una primorosa fachada, pero oculta celosamente todo lo que pueda haber tras la puerta.  Habla, habla incansablemente, pero solo a nivel epidérmico. Y parece siempre condenada a no hacer ni decir lo que en verdad desea, oscilando de continuo entre los impulsos y su freno, entre el anhelo y la obligación. (Nunca contra alguien, ni con.)  Advertimos de que cualquier parecido con la vida real no es mera coincidencia.



II  -  Temores



Página tras página, transcurren más de dos décadas. En una noche de verano cuyo relato cierra el libro, el clan Pargiter al completo celebra una fiesta. Allí está North que, vaso de vino en mano, conversa con sus tíos Edward y Eleanor. Esta comenta algo a propósito de Antígona, pero de improviso calla y North, que la observa, comprende que. ella teme pifiarla ante su erudito hermano con una observación desacertada acerca de la tragedia de Sófocles.   “Es inútil, pensó North. No puede decir lo que quiere decir; tiene miedo. Todos tienen miedo; miedo a que se rían de ellos, miedo a delatarse. […] Cada uno teme a los demás. Pero ¿de qué tenemos miedo? De las críticas, de las risas.”

Delatarse. Meter la pata, en esa especie de competición en que se transforman a veces las relaciones interpersonales. Un mal paso y quedamos descalificados, vencidos, con gran  menoscabo de nuestro eventual prestigio;  por eso vacilamos, retrocedemos. “Esto es lo que nos separa –remata North-: el miedo.” Y resuena entonces como un eco del dictamen de Nicholas: vivimos inquietos, cada uno amoldándose a su propia casilla, convertido en un hermético, permanente nudo. Anhelando y temiendo cualquier proximidad. Territorios separados por hondos abismos sin puentes: esperamos que alguien sepa construirlos. Alguien: el otro. 



III  -  La palabra  



Ahora con vuestro permiso voy a volver atrás, aunque no demasiado y apenas durante un párrafo: regreso al instante en que conocimos a Eleanor en casa de su hermano Morris (padre del lúcido North). Pues bien, en aquel entonces ella acababa de regresar de un viaje por España, y en la misma cena en que atisbamos su preocupación por el hermano, otro de los comensales  le pregunta por sus impresiones de ese periplo.  Pero la mujer no sabe que responder. “Había visto cosas maravillosas: edificios, montañas y rojas ciudades en la llanura. Pero ¿cómo iba a describirlas?”

Reconectando: ahora, es decir en la estival velada del clan que estamos glosando, muy tarde en la noche, Eleanor está tan inmersa en recuerdos de su vida que habla para sí misma en voz alta. Naturalmente, al darse cuenta de que es escuchada guarda silencio de inmediato, disgustada. Y entonces recapacita: “Por esto, debía poner en orden sus pensamientos y después tenía que buscar las palabras. Pero no, pensó, no puedo encontrar palabras; a nadie puedo contarlo.”

La palabra. Una brida que contiene la expresión, el obstáculo eterno.  Ambiciosa, obsesiva, angustiada  búsqueda  del término exacto para decir lo indecible que ni siquiera  nosotros  podemos  precisar.  Porque ¿cómo especificar en  letras –o colores o notas-  algo que nos excede por entero?  Lo necesitamos visceralmente, lo es todo para nosotros… y sin embargo debemos luchar contra él a brazo partido hasta lograr formularlo,  porque de lo contrario nos aplastaría. 

 Es tan fácil hablar de lo que rechazamos o nos es indiferente. Pero ¿cómo expresar lo sobrecogedor, inaudito, sublime, maravilloso, bello?  Los griegos lo consiguieron. Shakespeare lo  hizo.  Dante, Leopardi,  Lope,  Rilke  lo procuraron y no les fue demasiado mal. Pero no estamos a esas alturas.

Quizás  sea estéril escribir  libros, pintar cuadros, componer sonatas…  manifestarse  por cualquier vía, cuando no se está a la altura. Castigados a rozar tan solo la superficie de las cosas, apenas intuyendo el núcleo puro que se nos niega. O, peor aún, a resignarnos cuando coquetamente se insinúa lejano y velado, y ese atisbo fugaz se asemeja a una burla.

Pese a todo  debemos intentarlo, enviar señales, avisos, rastros… para dar testimonio, para autojustificarnos.  Aplicarnos, tantear, insistir siempre, profundizar… hasta hallar la voz, el tono, la forma que sea nuestra. Si no ¿para qué todo?
 

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