Selección de poemas originales, relatos y textos varios en prosa. Comentarios literarios y poemas preferidos de autores varios. Comentarios y fotografías de obra plástica original: tapiz, dibujo, escultura. Ideas.
lunes, 25 de febrero de 2013
ARENA DE LOS DIAS
       Una vez más deseo invitar a mi paciente aunque hipotético lector, a viajar en el espacio y el tiempo para un nuevo encuentro con los Pargiter, y concretamente con Eleanor que, muy tarde en la noche durante la fiesta veraniega del clan, a la que ya hemos asistido, rememora ensimismada su pasado. Sally le ha dicho que ella y North han estado hablando de su vida.
       «Mi vida, se  dijo Eleanor. En realidad no tengo vida propia. ¿La vida no debiera ser algo que uno pudiera producir y dominar? Una vida de más de setenta años. Pero yo sólo tengo el momento presente. Ahora, allí estaba, viva, escuchando un fox-trot.» 
       Más de setenta son muchos años, sí. Imposible evocarlos todos; la memoria bucea, escarba, atrapa imágenes, añicos de conversaciones o lecturas, el vislumbre de remotos escenarios... fotogramas. Pero casi siempre hay algo que se escapa, se extravía o se deforma; aunque también, en ocasiones, estalla nítidamente como un fuego de artificio y cuaja en una dulce y cálida remembranza apenas velada por el paso del tiempo.  
       Solamente tenemos el presente. Parece resonar aquí un eco de Borges: «Tu materia es el tiempo. Eres cada solitario instante.»  Instantes que se asemejan a ligeras pompas iridiscentes, efímeras y bellas. Ascienden  refulgiendo, giran mecidas por el aire manso y desaparecen con un suavísimo estallido. Una tras otra y otra, en una danza sutil que ya tiene establecido su rítmico implacable final. Nuestro soplo configura su pulcra redondez. ¿Basta esto para poder afirmar que, como querría Eleanor, la dominamos?
       No un dominio completo ni  permanente, en todo caso, pues no es posible ignorar que muchas jornadas -o períodos enteros- pasan sin dejar huella, malgastados. Con harta frecuencia nos comportamos irresponsablemente frente a nuestro caudal de días, mermante pese a que nos parezca tan inmenso, eterno, como las arenas del desierto. Arrojamos a lo alto puñados de granitos brillantes y decimos al viento que pasa y no vuelve: «¡Llévatelos! Esto no es lo que yo esperaba. No lo quiero.» Y el aire sopla y vuela, sopla y lleva, mientras la  arena se arremolina, resbalando en desbandada, perdida. ¿Podemos realmente decir que ya no incurrimos en tales errores, aún viendo las dunas abreviarse deprisa, poblándose de oquedades sombrías?
       Pero nos hemos apartado de Eleanor, que mientras escucha el fox-trot, plenamente consciente del largo camino que su existencia ha recorrido, se entrega a sus recuerdos. «Realmente era una parte de  sí misma  hundida  que volvía  a  la  superficie.»  «Quizás haya  un «yo» en el centro  de esa vida, pensó; un nudo, un centro.» También North está pensando en ese centro: «La sabrosa nuez. El fruto, la fuente que todos llevamos  dentro; por lo tanto ¿a  santo  de qué ponernos un caparazón encima?» Aunque él mismo llega a una respuesta, que ya mencionamos en nuestro acercamiento anterior, cuando lo conocimos: «Cada uno de nosotros teme a los demás. Pero ¿de qué tenemos miedo? De las críticas, de las risas.»
Un núcleo escondido, secreto, auténtico; y alrededor el caparazón, muralla protectora... disfraz. Porque aquel fruto, aunque fijo, definitivo, completo, es también vulnerable y puede resultar frágil. Tememos exponerlo a miradas indiscretas, especialmente si una endeble autoimagen nos lleva a dar por ciertos los mil fallos y fealdades que nuestra amedrentada imaginación nos presenta. Entonces, sintiéndonos en falta, menoscabados ante nuestros propios ojos y recelando de posibles censuras, intentamos defendernos aplicando subterfugios, cosméticos que sustituyan aquello que nos parece disforme, por una ficción igualmente dolorosa pero aceptable, «bonita». Ya no el «método Manrique» que otras veces he mencionado, sino el «vestir al desnudo» pirandelliano: cubrir nuestra desnudez con una ropa admisible, digna, aunque sea mentida. ¿Existe una falsedad mayor, más inútil? Por miedo. Creamos así una actitud, una conducta, que acaba anquilosándose y ya no podemos librarnos de ella.
       Yo y el Otro... difíciles componentes de una muy compleja ecuación. Somos como una nave que intenta deslizarse  entre bajíos  y  arrecifes  en  medio de  una  mar desconocida  y encrespada,  fijando el rumbo con rudimentarios instrumentos, y un piloto cuya única escuela es la propia experiencia. A merced de corrientes y mareas, siempre amenazados por inminentes zozobras. Y el miedo. 
       En pleamares piensa también North cuando expresa un anhelo que todos hemos hecho nuestro alguna vez: el de tener «una vida  que siga  el ejemplo  del cohete,  de la fuente, de la fuente que salta  con  fuerza; otra vida, una vida  diferente»  y  luego «avanzar, ser la  burbuja  y la corriente -yo y el mundo juntos-»  (Una vida distinta, una vida otra. De nuevo el mismo inoperante deseo, siempre a la espera de que llegue -no sabemos de dónde- la soñada maravilla. Variante, tal vez, del suplicio de Tántalo: rodeados de múltiples dones  que insistimos en desechar, nos agostamos tendiendo  las  manos  a inasibles goces virtuales.)  Yo y el mundo: la constante danza de globitos multicolores  formando una  unidad con el aire que los transporta; navío y marea uniendo sus energías  para el avance hacia una presentida serena ensenada... aunque de inmediato North contrapone  a este deseo aquella endeble autoimagen: «¿Cómo puedo hacerlo, yo, si no sé qué es lo sólido, qué es verdad  en mi vida, en la vida de los demás.»
       ¿Solidez? ¿Verdad? Oh, lo «verdadero» Pongamos a veinte personas ante una misma «verdad» y obtendremos veinte versiones diferenciadas, todas disputándose ser la única correcta. ¿Hay realmente algo que sea una verdad objetiva? No podemos estar seguros más que de nuestra propia existencia. Y en eso reflexiona  Eleanor cuando ya  la fiesta  de los Pargiter se  acerca a  su fin. «Nada sabemos. Sólo comenzamos a comprender, ahora esto, ahora aquello.» (Comprender por lo menos el mundo en cuyo entorno nos creamos con esfuerzo. Pero sólo logramos ver porciones, esquirlas; el todo se nos escapa, apenas contorno vago, imprecisa señal adivinada tras un cristal oscuro. Únicamente arañamos superficies, rozamos la cerrada corteza. ¡Cuán extraños parecemos a veces ante nuestros propios ojos! ¿Cómo, pues, pretender asomarnos a la incógnita de los otros?) «Forzosamente  ha  de  haber  otra vida, aquí  y  ahora, pensó. Esto es  excesivamente  breve, excesivamente fragmentado.» Y después, formando un  hueco entre sus manos: «Quería encerrar en  ellas  el  momento  presente; retenerlo; llenarlo  más  y  más con  el  pasado, con  el  presente, con  el  futuro, hasta  dejarlo  esplendente, íntegro, con profunda  comprensión.» Colmar el  huidizo aquí-y-ahora, enriquecerlo, pulirlo, y que  nuestro ayer  más remoto y el incierto mañana  -la vida vivida y la imaginada, la ruta que un día escogiéramos y la que descartamos- se unan en él profundamente imbricadas, fusionadas, complementarias, formando un todo multiforme y único. También es así  como,  a través del reiterado  exorcismo de estas páginas,  yo  y  todos  mis  yo-otros -esos que en mí alientan empecinados, anhelando o fantaseando,  en pugna siempre por surgir  y tomar la palabra- llegamos a  ser uno solo y  el  mismo. 
       Y tendiendo ambas manos a Morris, Eleanor repitió:
       -¿Y ahora...?viernes, 15 de febrero de 2013
JARDIN
El   mundo  interior  es  un  jardín  guardado  por  celosas  tapias, con  una  única  puerta  que  sólo  puede abrirse desde dentro. Selva  virgen  inaccesible a toda  mirada, creciendo con  desordenada  lujuria, sabedora  de su  impenetrable  impunidad.
 En los fondos, la parte más adelgazada de la memoria se extiende en abigarrados matorrales. Enredaderas  escalan  los  añosos  troncos,  tendiendo ávidos  vástagos. Aquí,  allá,  una  pequeña  pálida  flor con  rescoldos  de  fragancia.  Malos  recuerdos  se  yerguen   también,  empinados  en  zarzales, mientras  las dichas  -frágiles,  retraídas,  pulcras-  erigen  exquisitas  estructuras  vibrátiles  con  transparentes  hilos  de  cristal,  pautando  el  verde  jaspeado de  las hojas.
 Al  extenuarse  las  tardes  en  vahídos  violáceos,  ínfimas  lloviznas  desmantelan  geometrías  que  Euclides  amaría,  jugando  al  arcoiris  en  el  silencio  inmóvil.
 Desengaños  dilatan  grandes  cogollos   rugosos,  de  abrupta,  velluda  piel  marrón, semejantes a lascivas  plantas  carnívoras;  sus  inflorescencias sombrías  hieden  empecinadamente, susurrando  ambigüe-dades.  Ilusiones   parásitas  hunden  garfios  en  los  tallos  más  tiernos, que  se  estremecen   llorando  tibia  savia  límpida. 
 En  umbríos  rincones  donde  no  llegan  vientos,  el   viejo  amor  marchito  levanta  gigantes  araucarias,  contorsionadas  encinas  y  robles  imponentes. Gruesas  lianas  descienden  de  las  más  altas  ramas, y   recordaciones   pueriles  -otoños   reiterados-  diseminan  tocas  de  hojarasca   rojiza   y  diademas  de  musgo  enardecido.  En  lo  más  húmedo  y  hondo  y  escondido, donde  se  entrelazan, obstinadas,  las  raíces, refulgen sobreviviendo capullos de  esperanza.
 Por todas partes surcan el aire nostalgias, ondulando desvaídas plumas amarillentas. De líricas gargantas  caen,  como  latidos  de  nieve,  trenos  de  tristeza,  escarcha  inacabable:  "no  más... no  más... no  más..."  Resuenan  ecos  en  las  frondas, enfriando  la  fatiga  de  la  atmósfera  enclaustrada,  furtiva, con  oscilar de  helechos  fosforescentes.  "No  más... no  más..."  repiten  multicolores  colibríes de  olvido,  libando en  tranquilas  corolas.  Y  se  perciben  recogimientos  súbitos,  opalescencias  de  neblina  que  destila  y cuaja,  apenas  adivinadas  lejanías con  altozanos  de  arena  salobre.
 Cuando  ocasos  distienden  sus cálidos  velámenes,  amo  vagar  tras  las  crecidas  vallas.   Conoce bien   mi   pie  la  grava  crujidora, la  hierba  que enarbola  dedos  temblorosos. Hay  a  veces  un  suave, melancólico aroma  bajo  aquellas   penumbrosas  enramadas. Evoca  confituras  de  infancia,  húmedos  huertos, buñuelos de  mi  abuela;  recuerda  lluvias  grises sobre cantos  rodados, en  una  orilla  sola, fría  y  norte.
 Se  demoran  en  éxtasis  los sueños. Algarabía  de  remotas  Navidades, cuando  el  mundo  era  sólido, entero... cuando  estábamos  todos.  Entre  las  frescas  ramas  del  abeto,  tintineantes  globitos  frágiles  coloridos,  abarcan  la  eternidad  en  un  destello.
 Sonrío.  Mi  mano desmenuza  y  aparta  neblinas.  El  estallido  rojo del  sol  se  posa  en  mis  pupilas. Una  mínima  brisa  viajera conduce  revolando las  ausencias;  les  doy  la  bienvenida.  Crepúsculos  anidan arrullando  en  mi  alma.  Letanía  de  grillos,  murmullos.  Las  flores  nocturnas  entreabren  cálices  sedientos de  luna.  Se  inclinan  cadenciosas  las  ramas  con  reflejos  de  plata.  Luego  todo  se  adormece  en   la  sedosa quietud  nocturna, todo acalla  sus  ansias.
 Y  entonces  dialogamos.
SALAMANCA, SABADO
Apeñuscada  noche  sabatina. Corren  y  gritan  críos en  la  acera.  Se  persiguen  y  gritan,  tropiezan, caen,  gritan.  Tornan  a  perseguirse, brincando  y  gritando. Se  detienen  inquietos  jadeando  y  gritan. 
Tránsito de  los otros:  chirridos  de  frenos,  parpadeo de  luces,  bisbiseo  de  neumáticos  en  órbitas  de  asfalto. La  mano ensangrentada  del  semáforo  los  detiene  y  se  hacinan,  nerviosos;  los  motores  trepidan,  tosen,  piafan,  impacientes  por  rugir.  Luego  se desbocan  calle  abajo  como  flechas  ávidas  de  diana, insectos  trafagando:  hormigas  guerreras  en  tren de conquista, que  estremecen  antenas  y  zumban.
Risa  masculina  irrumpe por  encima  del  torbellino, tensa  escala  inestable, copa  que se destroza: cristales  erizados  rebotando en ecos presuntuosos, pequeñas virutas que se acaracolan  y  mueren quebrantadas  por  los  metaloides ácidos del  aire.
Súbita  música  -CHAAC-PUM,  CHAAC-PUM,  machacar  psicodélico con  vislumbres  de  sudor, excitación  y  encierro-,  escapa   por  alguna  ventanilla  abierta   y asciende  en ondulaciones epilépticas, perdiéndose en  la  noche  avara  de  estrellas. Portazos. Dos  voces de  mujer, agujas  sinuosas que  remedan un diálogo:  unísonas, cada una  ignora  a  la  otra.  Pesado rodar  de  camiones,  seísmo   en mis  ventanas. Duro sincretismo de sonidos.
Echo las cortinas y el magma disonante se torna denso como aceite, una viscosidad plena de opacidades,  saturada  de  burbujeos  pastosos.  Se  infiltra  a  través  del  entramado de  la  tela,  mosca  de  alas  pringosas  agitando infinitas  antenas  ásperas;  cae sobre el  suelo con  un  retumbo de obuses lejanos y  troncos  astillados, con  insistencia  ronca  de pezuñas.
Nocherniega, la habitación se ensancha más allá de mí que escribo, más allá del recuerdo de mí escribiendo  en  la  no-consciencia  de  otras  noches. Se  amplía  propagándose  a  espacios  liberados,  mulli-dos   fieltros del  discurrir  sin  prisas, a  la mirada  sin  pupilas  hacia  muy  adentro, hacia  aguas reposadas de  limpidez  sedante,  que... Relámpago  turbio:  las  voces de  los  niños,  regresando. No,  las  niego. Insisto: nada  más  que  cursos  traslúcidos,  aguas  reposadas de  limpidez  sedante, espejeo de  enhiestos  nenúfares, raso  de  brisas  frescas.
Salgo de  mí  mismo como de  un  traje  en exceso ceñido, de  lóbregas redes  o  exiguos  contenedores  áridos. Constelaciones  virtuales  rotan  desenredándose.  Serenidades  crecen. La  extensión  interior  se acalla  en un  abismarse  de  universos  estáticos, de  industriosas  semillas en el  surco.
Y  misteriosamente,  el  alma  de  las  cosas  se desnuda. Fosforescencia,  vapor  del  ser  profundo develado, muestra   intacta  su  esencia  inconmovible. Entre  fulguraciones  fucsia de  azaleas, veo.
Detrás de las retinas, una no-imagen nítida perdura.
COMPUTO
Cuando cumplí  los  primeros  cincuenta  años,  se  me  ocurrió  realizar  un  cómputo  detallado de  tan   empecidada  supervivencia. "Medio  siglo"  resultaba   abrumador,  y  al  mismo  tiempo con  un  matiz decepcionante;  no dejaba  de  ser  sólo  una   mitad,  algo  incompleto. "Cinco décadas"... mejor,  pero aún muy  modesto, una  nimiedad  con cierto  aroma  a  infancia  amplificada.
"Seiscientos  meses",  comenzaba  a  sonar   impactante.  ¡Más  de  dieciocho  mil  días!  Al  llegar  ahí quedé  sin  aliento. ¡Vaya  salto  adelante!  ¡Tremendo!  Ya  no  aroma  sino  tufo, un  rancio  tufo  a  vinagre, como  un  encurtido.
Dieciocho  mil  días, con  maravillosos  amaneceres  que  pocas  veces  contemplé;  con  crepúsculos rojizos  y  noches  abiertas  al  recuerdo -flor dulceamarga-, al  gozo,  la  serena  soledad... o  la  inercia. 
Renuncié  a  calcular  horas:  no soy  tan  masoquista. Aquellos  millares bastaron  para entrever  la vastedad  de  mi  memoria,  ciertamente  mucho mayor que  mi  capacidad  de  evocación. Un  espacio elástico, de contornos difusos, al que nunca podré asomarme en su totalidad. Ámbitos semicerrados, cavernosos, aislados  y  al  mismo  tiempo  comunicantes; complejo  entrecruzar de corredores penumbrosos, túneles. Túneles de  Metro, sí, con  multitud  de  estaciones  en  las que  detenerse  morosamente  en  los  momentos de  nostalgia  o  fatiga.  O  por  las  que  pasar de  largo,  dejando  burlados  a  los  impacientes  pasajeros:  lo  siento, amigos;  este  tren  es  expreso.
Innumerables  estaciones, en  todas  las cuales  seguramente  recalé  alguna  vez  para  carga  y descarga  de  ilusiones  viajeras,  evocaciones  de  hora  punta.  ¿Adónde  van  las  que  se  apean?   Tal  vez  aguarden  otro tren... un  conductor  más  experimentado;  o  se  encaminen   hacia  otro  túnel.  ¡Hay   tantos! O quizá   salen  a  la  calle  y  van  a  lo  suyo.  Las  ilusiones  están  siempre  muy  atareadas, como  azafatas de clase  turística:  todo el  mundo  las  reclama  y  ellas deben correr de un lado a otro, atentas, serviciales, sonrientes. (Aunque, si  uno  las observa  detenidamente, advertirá  que  su  sonrisa  es  artificial,  forzada,  y  su  servicio  tiene  un  trasfondo  fraudulento.)
Conducir no es  tarea fácil. Nuestro tren, tercermundista, es por completo manual; nada de com-putadoras  que   guien  y  controlen . Los  ojos  verdes o  rojos que  nos  guiñan  en  la  oscuridad de  las  vías, no  siempre  dicen  la  verdad, o  no  nos  advierten  a  tiempo, y  las posibilidades de  fallo humano son  muy elevadas.  Al   menor descuido podemos  desembocar  en  una  vía  muerta,  y  entonces... vaya  numerito  nos montarán  las  ilusiones.  Son  muy  quejosas  y  de  genio  vivo. ¿Y  entonces?  Volver  atrás  no siempre es  factible.  La  vía  muerta  supondrá  un  estancamiento en  la  lobreguez,  silencio de  aguas  estancadas con  fermentos  de  olvido.
Pero volvamos  al  cómputo. Dieciocho  mil  noches  para  la  evasión o  el  insomnio;  para  el  cónclave de fantasmas  y  ausencias. Momentos   germinales y  soles abrasadores que todo marchitan. Vientos, lloviznas, cristales de  nieve blanqueando  el  aire   gris. Tranquilas nubes  redondas  y  rosadas  como  mejillas de  muchacha. Brisas  leves, sedoso tremolar de abanicos laqueados. Y  lunas. Y  tormentas  con súbitos, trepidantes  látigos  azules... 
El  escriba  impasible  observa  y  anota,  registra  lo  vivido  y  lo  soñado. Compila  y  almacena  en archivos sombríos, en  viejos cartapacios polvorientos rotulados con menuda letra negra. A  veces se entremezclan   y  confunden  los folios;  lo meramente  imaginado se traspapela, intercalado en  lo real.  No  importa.  Él  asienta, calcula  y  mide con  su  ábaco de  horas, analiza,  interpreta. 
Vibra  el  tren,  pasando. En  la  negrura  del  túnel, un  difuso  resplandor  señala  la  proximidad  de  otra  estación.  ¿Cuál?
1988
CANDOR
       Tropiezos, desaciertos, carencias corrosivas, soledades, siembran el alma de huecos insaciables. Intentamos colmarlos, nutrirlos con el espejismo familiar y generoso -aunque espurio- de los sueños.
Ingenuas esperanzas enarbolan entonces brillantes galerías de espectros con flotantes rostros leales... mas pronto se desgastan y derrumban las máscaras, y una marejada de pavorosas visiones nos señala, con desdeñosos gestos, nuestro necio candor. La ilusión es un camino equivocado que sólo engendra desengaños, frustración.
Ingenuas esperanzas enarbolan entonces brillantes galerías de espectros con flotantes rostros leales... mas pronto se desgastan y derrumban las máscaras, y una marejada de pavorosas visiones nos señala, con desdeñosos gestos, nuestro necio candor. La ilusión es un camino equivocado que sólo engendra desengaños, frustración.
lunes, 4 de febrero de 2013
LO MIO
     Estoy  aquí, en 
lo mío. En  esto diminuto,
intrascendente, que  llamo "lo
mío" como si  estas palabras
fuesen  una  definición 
clara, concluyente; como si 
pudiesen  indicar  o sugerir 
algo  concreto.  Estoy 
en  lo mío  porque 
soy  yo  (esto 
último  me  parece 
casi  indudable, dentro de  ciertos 
límites),  y  por 
tanto  no podría  estar 
en  otra  parte. 
(Aunque... no  es  seguro 
que  quisiera  estar 
en  otra  parte. 
Ni  siquiera  es 
seguro que deseara 
verdaderamente  estar.)
Vivo encaramado a un espléndido árbol otoñal, de lustrosas hojas rojo y oro, donde sólo el viento del crepúsculo anida. Existo absorto, mirando en derredor con una curiosidad apasionada, aunque tan breve que linda peligrosamente con el descuido. Contemplo fijamente un pájaro que explora la fronda con ojos saltones, o el vertiginoso escabullirse de un insecto -un movimiento de tal intensidad que parece un fin en sí mismo-, o el rítmico mecerse de las ramas bajo el soplo fresco del aire. Vigilo, aguardo, busco. ¿Qué? No lo sé. Algo.
      Absorto,  observo, soy. 
La  estructura  viviente de 
una  hoja  -abanico de 
nervaduras  por  las 
que  borbotea  su 
sangre  verde,  nítido 
contorno de  bordes  y 
pecíolos-  o  su 
piel  firme,  tersa, 
pueden  dar origen  a  una  atención 
reflexiva,  terca,  intensa. 
Hasta  que  otro estímulo eclosiona  y 
se  impone, descartando  todos 
los demás. Siendo  tantos,  y   tan  variados 
e  interesantes  esos  estímulos, 
la  contemplación  deviene  
incesante,  aunque  su 
objeto  se  desplace 
permanentemente  y   cada 
uno  de  tales 
exámenes  resulte  incompleto 
por  fugaz.  Pero 
no  me  importa: 
soy   hombre  paciente; 
no  tengo  prisa 
por  recopilar todos  los 
datos  empíricos  para 
arribar  a  conclusiones.
     No 
se   me  oculta 
que  esta  metodología 
experimental  conlleva  inconvenientes, a  causa 
de  la  celeridad 
-que  algunos  colegas 
consideran  excesiva-  con que 
se  suceden  las 
exploraciones. Admito  que  con 
frecuencia  se  solapan 
imágenes,  resultando de  ello 
una  mezcla  completamente 
aleatoria  de  relaciones 
causales. Así,  puedo desarrollar  sorprendentes 
deducciones  e  hipótesis 
acerca  del   pájaro, originadas por  el  
insecto. O  viceversa. (Como  lo 
más  probable  es 
que  nada   tenga 
en  verdad   un 
sentido, esta  mínima  confusión carece de  importancia. 
Además, considero  que  así 
se  enriquecen  los 
resultados, dotándolos  de  un 
toque de  singularidad,  extravagancia 
o  exotismo,  que  
puede  despertar  el  
interés  de  la 
gran  masa  ignara, 
siempre  pendiente de  lo 
novedoso  y   fascinada 
por  lo  aparente.)
     Debo  aclarar  
que,  en  caso de 
no  haber  ave 
o  insecto  alguno 
(o  cualquier  otra 
especie  de  animal, 
vertebrado o  invertebrado,  incluyendo 
los  mitológicos)  yo 
me  lo  invento. Y 
ya  se  sabe 
lo  arduo, complejo, que puede ser
buscar significados en cosas  inventadas.
Aunque muchas veces son las  más
interesantes. (Y  quizás  sean, 
también,  las  únicas 
que  pueden  significar algo.)
     Mi  interés 
científico  nunca  se 
centra  en  el 
tronco.  Estoy  trepado 
a  él, de  modo que carezco de  la 
necesaria  perspectiva. No  estoy 
dispuesto  a  apearme 
para  estudiarlo  correctamente;  temo -¡torpe 
y  viejo de  mí!- 
no  ser capaz  de subir 
de  nuevo. 
Además  ¿qué 
sucedería  si,  al 
pisar  el  suelo, constatase  que 
también  el  árbol 
es  inventado?  Uno 
no  puede  trepar 
a  un  tronco 
inexistente. ¿O  sí?  (Querer es 
poder, dicen  algunas  gentes.)
    Alguna  que otra 
vez  me  he 
planteado  que  mi 
esfuerzo  analítico es  inconducente, ya  que 
nunca llego a comprender nada en profundidad. Pero no me desanimo. No
soy  hombre fácil de desanimar. El
reconocimiento de  la  propia 
ignorancia  es  inherente 
a  la  voluntad 
de  aprender. (Que  aprender 
no sea factible  no   invalida 
esta   proposición.  Los 
intentos  fútiles   son  
precisamente   los  que 
exigen  mayor esfuerzo. Y,  finalmente: 
que  una  cosa 
sea  imposible  es, tal 
vez, la  razón  más válida 
para  intentarla.)
     Por 
todo  lo dicho, sigo en  lo 
mío.  Por  ahora. ¿Dónde, si  no?
FOTOGRAMAS
     Hay en la vida momentos que parecen anteriores a cualquier existencia. O, más exactamente, por completo ajenos a ella, desvinculados, como si una inconmensurable nolición se hubiese posado -insecto letal de relucientes élitros negruzcos- sobre el endeble corazón de la noche. La hoz nacarada de la luna, zozobra, pez anestesiado, en el estanque vacío y sin orillas del firmamento.
Lo familiar: voces, luces, atisbos de movimiento -trazas de todo lo que se agita y cambia- se retarda entonces, enronquecido por el vasto manto-mortaja que lo cubre apretadamente: funda de un relegado instrumento (orquesta de salón en interrumpido baile pueblerino), paño sobre la jaula para silenciar al pájaro. No-vida en cámara lenta; fotograma inmovilizado en la moviola del destino, sin un antes y un después que esclarezcan el gesto absurdamente petrificado; bala que se detiene antes del blanco, rebosante de impacto y velocidad, en un aire sin aire de lejanas arboledas cautivas. Nada sopla, y aquello predispuesto al sacudimiento lo olvida en un ensimismamiento de vértices curvados hacia el suelo.
Así, el alma deviene paréntesis de sí misma, silencio con calderón en el que toda la orquesta se apaga y aguarda, atenta al no-dirigir de la batuta que flota en una amnesia de corcheas. Un núcleo profundo se ha desplomado y anida ahora en un indescifrable espacio sin salida. Del otro lado del espejo -allí donde la profundidad estalla en irisaciones planas- la imagen nos contempla, desigual por inversa, en una atmósfera que es solamente reflejo y velo, nada, humareda de cosas largamente quemadas.
Esquizofrenia total de los sentidos.
Lo familiar: voces, luces, atisbos de movimiento -trazas de todo lo que se agita y cambia- se retarda entonces, enronquecido por el vasto manto-mortaja que lo cubre apretadamente: funda de un relegado instrumento (orquesta de salón en interrumpido baile pueblerino), paño sobre la jaula para silenciar al pájaro. No-vida en cámara lenta; fotograma inmovilizado en la moviola del destino, sin un antes y un después que esclarezcan el gesto absurdamente petrificado; bala que se detiene antes del blanco, rebosante de impacto y velocidad, en un aire sin aire de lejanas arboledas cautivas. Nada sopla, y aquello predispuesto al sacudimiento lo olvida en un ensimismamiento de vértices curvados hacia el suelo.
Así, el alma deviene paréntesis de sí misma, silencio con calderón en el que toda la orquesta se apaga y aguarda, atenta al no-dirigir de la batuta que flota en una amnesia de corcheas. Un núcleo profundo se ha desplomado y anida ahora en un indescifrable espacio sin salida. Del otro lado del espejo -allí donde la profundidad estalla en irisaciones planas- la imagen nos contempla, desigual por inversa, en una atmósfera que es solamente reflejo y velo, nada, humareda de cosas largamente quemadas.
Esquizofrenia total de los sentidos.
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